Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Existe, detrás de cuanto atañe a Federico, un hálito extraño de misterio, de rara liturgia impenetrable, que envuelve todo lo suyo como de un celofán morboso, crujiente y arrugado, evocador de violentos secretos e impronunciables nombres y palabras. Ese hálito, ese a modo de oculto sortilegio u obscura maldición, ignota, impenetrable y aún densa, incluso, se siente, como si real fuese –sin serlo– entre los viejos olivos y los chaparros y los retorcidos pinos carrascos y las perfumadas jaras y los fragantes tomillares que crecen salvajes y casi ausentes de cualquier humanidad por entre los barrancos de claras, pero asustadas aguas, en las sierras bajas de Alfacar a Víznar o de Víznar a Alfacar. Es natural, allí, sonando una partitura que alternaba los densos silencios del miedo y los finos silbidos del viento, no fue sino transporte nocturno de la muerte, de la ausencia cruel pero nunca del olvido.
El aire, en cambio, entre las choperas y los maizales de La Vega, que circunda y rodea a Fuente Vaqueros, tiene otra sonrisa y alegría: cruzada de cantarinas aguas en las acequias, para nada evoca el paso de la muerte, sino –muy al contrario– de la jubilosa presencia de la vida, la escena bucólica de la infancia feliz, llena de juegos, de risas y alegrías desbordantes e incontenidas.
Así vinieron a ser las contradictorias sensaciones que se instalaron en el interior de mi alma cuando, hace más de medio siglo, realizaba los primeros paseos por ambos paisajes: en la sierra de La Alfaguara, pletórica la tierra blanca que pisaba de infinitos y herrumbrosos interrogantes semienterrados, como hoces afiladas y cortantes. Y en la Vega, feraz y deliciosa que otrora fuera el Soto de Roma, inundadas las labradas besanas de fértil y mojada tierra de la que brotaban verticales y enhiestos signos de feliz y alegre admiración.
Esta tarde iré a Fuente Vaqueros, a recoger un buen ramo, florido y luminoso, de estos signos gozosos de la risa y del placer. Iré a celebrar el nacimiento de Federico, con otros muchos, muchos amigos. Y lanzaremos versos al aire, cometas a las alturas y risas al agua que huye por las acequias y al cristal quieto y redondo, en el fondo de los pozos, cuando el sol, jugando al escondite con nosotros, comience a ocultarse, como un pulpo de luces azules y anaranjadas, detrás de las discretas alturas de Sierra Elvira y las sombras de los chopos choperos comiencen a alargarse, alargarse en el suelo feraz, mientras nosotros, con el corazón en los labios y el alma en los ojos, bebamos alegres la fresca limonada con hojas de yerbabuena pegadas a nuestras sienes y a nuestra frente. ¿O no?
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