El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Superioridad femenina
la esquina
LOS obispos vascos están preparando una carta pastoral conjunta sobre ETA. El de San Sebastián, José Ignacio Munilla, ha dicho que la reconciliación debe hacerse sin orillar a las víctimas del terrorismo ni confundirlas construyendo un imaginario colectivo de "víctimas de la violencia" en el que cabrían también los terroristas que sufren en prisión.
"Hemos tardado mucho en reaccionar socialmente hacia las víctimas y tenemos una deuda muy grande con ellas", declaró el prelado. No es que hayan tardado mucho, monseñor, es que han tardado demasiado. Claro que en términos histórico-comparativos el retraso no ha sido tanto: para rehabilitar a Galileo se tomaron varios siglos. En el País Vasco sólo han sido décadas. Ya es un avance.
Reconozcamos que hace varios años que la actitud de la Iglesia católica vasca ha ido cambiando. Pero viene de muy lejos hasta llegar al actual alineamiento incondicional con las víctimas de la insania terrorista. Viene del cobijo a los activistas prófugos en parroquias y seminarios (no cuando Franco, también mucho después), de la comprensión y simpatía hacia la ideología del nacionalismo independentista, de la negativa a oficiar funerales por los policías y guardias civiles asesinados cuyos cadáveres tenían que ser recogidos por sus familiares prácticamente en la clandestinidad, de tantos sermones no pronunciados y tantos duelos no compartidos. No vamos a olvidar en mucho tiempo aquella imagen del obispo Setién pasando delante de los deudos de los muertos, impertérrito, sin siquiera una mirada de compasión. No ha habido en el largo y doloroso conflicto vasco nada más estruendoso que el silencio de los pastores de almas (y que se salve quien pueda dentro del colectivo). Demasiadas sotanas han convivido sin cargo de conciencia con el hacha y la serpiente.
Muchos sectores sociales vieron con simpatía los primeros pasos de ETA. Incluso saludaron, por puro antifascismo, sus atentados selectos durante la dictadura. Pero cambiaron cuando llegó la democracia, la amnistía sacó de la cárcel a todos los presos políticos, y también a los terroristas, y ETA siguió matando. De hecho, mató más que nunca en los primeros años ochenta, después de las primeras y las segundas elecciones libres. Entonces comprendieron que en la patriótica banda no había antifascismo, sino todo lo contrario: fascismo en estado puro, fanatismo y totalitarismo. La jerarquía católica, sin embargo, no cambió el paso hasta mucho después. Condenó el terrorismo en los comunicados, pero en la práctica cotidiana no se colocó sin condiciones junto a las víctimas. No es que fuera equidistante, pero sí estuvo distante con los que sufrían.
El pecado de omisión sí que lo cometieron.
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