La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
La tribuna
LA mejor sociedad no es la que se ajusta a un credo determinado, sino aquella en la que pueden convivir personas que pertenecen a diversas religiones y otras que no son creyentes. La secularización de la sociedad y la laicidad lleva a la separación del ámbito político y religioso, a la no confesionalidad del Estado y al rechazo de privilegios para una iglesia. Esta perspectiva legitima la ausencia de signos religiosos en las instituciones públicas, sobre todo estatales. Responde a las demandas laicistas, que impugnan la dimensión pública de la religión, y se satisfacen las demandas de las religiones minoritarias contra la hegemonía del catolicismo en España. Estas y otras razones avalan la legitimidad de una ley gubernamental que ponga fin a formas tradicionales del cristianismo sociológico. Si la sociedad y el Estado no son cristianos, hay que acabar con tradiciones religiosas centenarias, hoy rechazadas.
El problema, sin embargo, no se reduce a esto. Abordarlo desde la mera legitimidad e ignorar otras dimensiones implica menospreciar a la opinión pública. No todo lo legal es moral, ni lo técnicamente factible, aconsejable. La política es el arte de lo posible y de lo prudente, sin voluntarismos simplificadores. Hay que partir de que somos ciudadanos y no súbditos. No es la sociedad la que debe someterse al Estado sino a la inversa. Si los dirigentes son los representantes del pueblo, hay que consultarlo y no prescindir de él. "Todo por el pueblo pero sin el pueblo" es la tentación de gobernantes paternalistas, que apelan a la voluntad popular en las elecciones, para luego olvidarse de ella. Ellos saben lo que conviene hacer, en lugar de dejar a la sociedad que resuelva libremente los asuntos.
El problema es si la sociedad española demanda una ley general de exclusión de los signos religiosos o si obedece a una iniciativa con motivaciones políticas. Vivimos una sociedad fracturada, con graves problemas como el desempleo, la corrupción en los partidos y cargos políticos, el desencanto ante un poder judicial politizado, la crisis del modelo educativo y la alarma social ante la violencia de menores de edad. En este contexto, ¿tienen sentido nuevas leyes que polarizan y crispan a la sociedad? ¿Es el momento adecuado para legislaciones que aceleran un proceso que puede desarrollarse de forma espontánea y progresiva? ¿No hay que dar la primacía a la paz social en un momento social delicado? ¿No hay urgencia política por marcar signos de izquierda en la cultura, ya que ha fracasado la política económica? ¿Se pueden ignorar la sensibilidad y emociones de generaciones y personas tradicionales, todavía marcadas por los ataques a la religión del pasado?
A esto se añaden otras cuestiones. El núcleo de los problemas son los acuerdos Iglesia-Estado de 1979. ¿Tiene sentido promulgar leyes nuevas sin modificar el acuerdo marco que las limita? Si se quitan signos religiosos del ámbito público habría que eliminar los políticos en el religioso. ¿Se está seguro de que la mayoría quiere que policía, ejercito y autoridades dejen de participar en manifestaciones religiosas y ciudadanas, como procesiones, romerías, fiestas patronales, etc? ¿Qué hacemos con celebraciones religiosas que son también tradiciones de nuestra identidad cultural, histórica y folklore? Además, ¿qué signos se quitan y cuáles quedan ?¿Quién determina lo que es artístico, además de religioso? ¿Dejamos que decidan los políticos y que, según quién gobierne, cambie de una legislatura a otra? El catolicismo ha marcado nuestra historia, tradiciones y formas de convivencia. ¿Lo tratamos por igual que otras religiones sin arraigo en España? ¿Asumimos la demanda de laicistas que no buscan la neutralidad del Estado, sino excluir la religión del ámbito público? ¿No caemos así en una confesionalidad de signo inverso, en este caso antirreligioso? ¿Hay que escuchar a grupos religiosos que rechazan la presencia pública de la religión mayoritaria de los españoles y que en sus países no toleran nada que se aparte de su religión oficial? ¿Es aconsejable, además, regular el velo islámico por ley y entrar en una espiral de conflictos, que hasta ahora, sabiamente, se han obviado?
Son preguntas que exigen un debate social sereno, complejo, plural y abierto. La preferencia personal que tengamos no debe confundirse con lo que siente y piensa la mayoría. El proceso de secularización es gradual y responde a una transformación de la sociedad. No es el Estado ni el Gobierno, el que debe tener la iniciativa, sino la sociedad. Hay que legislar lo mínimo posible, sólo lo necesario, huir del intervencionismo en la vida ciudadana, y aplicar el principio de subsidiariedad. Hay que distinguir entre esfera estatal y el ámbito público en que cada institución resuelve los conflictos según tiempos, lugares, personas y circunstancias. Ante demandas concretas sobre signos religiosos, que cada caso se resuelva atendiendo a las opiniones de los implicados. Es una imprudencia política tensionar más a la sociedad con leyes posiblemente legítimas, pero que no urgen. Habría que aprender de otros países con larga tradición laica y democrática que, sin embargo, mantienen signos religiosos, aunque para muchos ciudadanos sean más parte de la tradición y de la cultura que signos de fe. ¿No hay nada que tengamos que aprender de ellos?
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