La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
La esquina
CON la nueva ley antitabaco el Estado despliega un soberano ejercicio de hipocresía institucional: en su versión de Ministerio de Sanidad defiende ardorosamente la salud de los ciudadanos, mientras que en la modalidad de Ministerio de Hacienda no para de subir los impuestos sobre el tabaco a fin de ingresar lo más posible. Leire Pajín combate y Elena Salgado recauda.
Dicho lo cual, me apresuro a añadir que la ley, tan draconiana, es justa y necesaria en la medida en que lo es su primer objetivo declarado: impedir que los fumadores fuercen a los no fumadores, que son amplia mayoría, a compartir con ellos los efectos nocivos del tabaco. Los derechos de los fumadores pasivos deben ser preservados por encima de cualquier otra consideración. Nadie puede envenenar a sus vecinos ocasionales por capricho, vicio, enfermedad u ocio.
Hasta ahí estamos. El planteamiento resulta inobjetable en tal grado que, más pronto que tarde, las protestas, desplantes, dificultades e incidentes que se están viendo estos días desaparecerán. Hay una presión social tan intensa y generalizada en contra del fumeteo en lugares públicos que pronto los fumadores serán derrotados del todo y acatarán la ley. Dentro de unos años la gente se extrañará de que se pudiera fumar en cualquier sitio y la ministra de Sanidad podrá prescindir de su lamentable llamamiento a la delación.
Habría sido más razonable, sin embargo, una legislación menos extremosa e intervencionista, al menos en lo que se refiere a los actos privados. Fumar o no fumar, por ejemplo, en la celebración de una boda o un bautizo debería ser un problema entre los anfitriones y sus invitados exclusivamente, sin injerencias de la autoridad. Prohibir -otro ejemplo- que los clubes de fumadores sirvan bebidas o contraten camareros es tanto como condenarlos al cierre. ¿Por qué no autorizar bares y restaurantes de fumadores en los que adultos responsables de sus vidas las acorten en uso de su libertad? Ya sé que en estos casos se trata de proteger a los empleados de la hostelería, pero a nadie se le obliga a trabajar en un establecimiento en el que se fuma. Sería, ciertamente, una discriminación para quienes, necesitando un empleo, no acepten inhalar el humo de la clientela: la misma discriminación que cometen las tiendas de moda que rechazan a las dependientas obesas o feas, la de otras muchas empresas de todos los sectores que jamás darán trabajo a nadie que pase de los cincuenta años, la de las minas que dan la espalda a quienes no se resignan a enfermar de silicosis, etcétera.
Seguro que este tío fuma, dirán ustedes. Cierto: tres o cuatro cigarrillos al día, y no todos los días. Solo o en compañía de personas que me lo permiten y que no necesitan que el Estado se inmiscuya.
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