La ciudad y los días
Carlos Colón
El avestruz y los tres monos sabios
Tras la espectacular hazaña deportiva de Rafael Nadal, reflejada en los medios de todo el mundo, por su remontada que pocos esperaban, sobre todo teniendo en frente a un rival de la máxima categoría, se ha subrayado el ejemplo dado de constancia, superación de dificultades, incansable fe en sí mismo y lucha contra todas las adversidades. El comentarista –que no siendo especial amante del deporte estuvo cinco horas y media sentado frente a la pantalla pendiente de si era posible superar la situación–, estando de acuerdo con esos elogios a unas virtudes visibles se le ocurre pensar, a posteriori, si los millones de personas que seguimos esta gesta deportiva nos quedaría tiempo para pensar en otros héroes que luchan en silencio por sobrevivir, por vencer al tiempo implacable, por encontrar soluciones a sus vidas y a las de su familia.
Porque, por desgracia, en la vida real, no siempre los esfuerzos anónimos, la preparación, la lucha incansable es recompensada, no ya por estar en la cima que todos admiran, sino simplemente por tener un lugar en la vida, en tu rincón, en tu país, tu ciudad o pueblo. Son los que no tienen asegurado, al final de partido, no ya una suculenta remuneración, sino una simple cantidad de subsistencia y un cazo abollado.
Es verdad que sólo con el esfuerzo, con la preparación y la constancia pueden lograrse metas y sueños, pero la sociedad es terriblemente injusta y sólo admira todos esos valores en los triunfadores que, por supuesto, son un ejemplo para todos. Admiro a los triunfadores, como todo el mundo, y más si son españoles, y no se me ocurriría decir lo proclamado por Alfons Godall, vicepresidente de la Fundación Barça, que no comprendía como los catalanes podían elogiar a un ‘representante del Estado enemigo’. Como si en el deporte, en el arte, en la literatura, en la ciencia y en cualquier rama de la creatividad humana quepa el odio o el rechazo por razones de nacionalidad, raza y procedencia. En los nacionalismos excluyentes son habituales esas ruindades.
Pero no nos desviemos de lo pretendido en esta columna que no es más que rendir tributo a la gloria de Rafael Nadal, de su ejemplo de constancia y esfuerzo, admirado por todos, pero también un modesto recuerdo a los que, pese a ese mismo esfuerzo y virtudes, malviven olvidados, sin aspirar a pódiums y glorias, sino simplemente a sobrevivir en esta sociedad selectiva que, como han dicho Lola Quero y Andrés Cárdenas en este periódico, puede pasar por delante de un hombre tirado en la calle –René Robert, en París, Castillo Higueras, en Granada– sin molestarse siquiera en llamar a emergencias para recoger al caído. Es demasiado incómodo interesarse por los demás, que, sin embargo, podríamos ser nosotros mismos.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Carlos Colón
El avestruz y los tres monos sabios
El catalejo
Sin tregua ni con la DANA
Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Notas al margen
David Fernández
Juanma Moreno se adentra en las tripas del SAS
Lo último