El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Superioridad femenina
la tribuna
DONDE está la estrella de los nacimientos?": son palabras, con grandes interrogantes, de un verso de León Felipe que en esta Navidad podemos hacer nuestras. La noche de este tiempo está harto negra; nubarrones de cielo plomizo se ciernen sobre una sociedad que no descubre ninguna estrella que todavía se pueda interpretar como signo de esperanza, mítica señal en un firmamento que dejara ver simbólica indicación de algo nuevo sobre la tierra.
Escrutar los "signos de los tiempos" se ha hecho en todas las épocas. No tenemos por qué avergonzarnos de gastar nuestras retinas indagando qué se puede vislumbrar en el horizonte. Y es que el futuro parece cerrado una vez hundido el dogma del progreso en el que tan religiosamente pusieron su fe los modernos. Ahora, aquellos "tiempos del cólera" a los que nos llevó el realismo mágico de García Márquez se han trocado en la cólera de los tiempos donde no vale magia alguna para calmar la ira que se acumula. Lo nuevo no ha nacido, pero en una crisis que pone patas arriba las apoyaturas del orden social lo viejo no se soporta más. Hay quien detecta el rugir de terremotos, y más valdría prepararse socialmente para el momento oportuno reconstruyendo fraternidad -republicana, por supuesto-. Si no, la hobbesiana guerra de todos contra todos nos puede retrotraer a un estado de naturaleza que nunca existió.
En fiestas navideñas que llevan en sus genes antiguas saturnales recicladas, qué menos que, hasta donde se pueda, dejemos correr el vino para regar mesas familiares que reúnen parecidas pretensiones de felicidad, por más que cada cual sea infeliz a su manera -¡ay, la sabiduría tolstoiana!-. En algunos momentos hay que hacer paréntesis que hagan soportables los presentes, aunque rellenemos los huecos con recuerdos que retornan y sueños siempre postergados. Comamos, bebamos, bailemos y, hasta donde lo permita la cartera, no dejemos de comprar: carpe diem. Todo ello forma parte de un carnaval que en sociedades secularizadas, sin necesidad de posterior cuaresma, se prolonga a fin de que el espectáculo no decaiga. Incluso se abren canales para que fluyan efímeras solidaridades compasivas. En estas fiestas abundan ataques de mala conciencia.
Entre alumbrados discretos en aras de la austeridad y sones de villancicos ruralistas que hasta en las grandes superficies desplazan a las usuales músicas de fondo, sobreviven los intentos de que no sucumban al olvido las raíces cristianas de la Navidad. Los eclesiásticos se dedican a lanzar mensajes y celebrar liturgias en torno a aquel Emmanuel -sobrenombre de quien sería reconocido como Jesús el Cristo- que dicen los evangelios que nació en Belén de Judá. Pero apenas nadie les hace caso. Hasta los suyos están en otra cosa. Se podrían sentir tales clérigos como voces que predican en el desierto, pero les falta conciencia de éxodo. Están resignados a ser figuras marginales de navidades donde sobran hasta los "belenes". Después de todo, su organización, la Iglesia, tiene mucha culpa de que la Navidad sea para la mayoría, como mucho, un cuento, entrañable relato para niños.
Si nadamos en contradicciones, no ha de extrañar que el cristianismo tenga las suyas. Después de todo, "no hay religión sin contradicciones", como hacía notar el marxista Kautsky hace un siglo. El problema es que el cristianismo, tras historia dos veces milenaria, se ahoga en ellas, resultando que, debido a eso, todos podemos perder algo. No es cuestión de pretender cambiar el estilo de vida de la gente; allá cada cual. Pero no estaría mal rescatar símbolos que interpelaran. Lo es el de un Mesías que nace entre pastores, el de un judío del linaje de David cuyos padres, de clase baja, eran de la revoltosa Galilea, el de un desconocido al que visitan reyes, el de un recién nacido al que teme un Herodes genocida, el de quien desde la máxima vulnerabilidad ofrece la fuerza de la irrupción de lo nuevo que su nacimiento supone -así, el de todos, según Hannah Arendt-. Se diría, con Nietzsche, que los relatos del nacimiento de Jesús son paradigma de la transmutación de todos los valores. Debían estar, claro es, a la altura de la constatación paulina de lo que suponía el escándalo de un "Dios crucificado". ¿En tal caso no será ateo hasta Dios mismo?
Nuestro mundo, en este momento crucial, necesita una seria transmutación de los valores dominantes. Desde abajo, contra los que encarna ese mercado deificado que cuenta con sumos sacerdotes en la Bolsa y acólitos en los Estados. El espacio que se recuperara para una Navidad sin cuento sería el que se ganara para la subversión necesaria. Quizá así se divise, aunque sea fugaz, alguna estrella portadora de intención utópica.
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