Érase una vez
Agustín Martínez
Masoquismo andaluz
la columna
LA gran diferencia entre Dashiell Hammett y Agatha Christie, es decir, entre un buen escritor y una novelista mediocre, estaba en que uno dejaba pistas hábilmente camufladas que permitían desentrañar sus casos y la otra, por el contrario, se liaba en tramas incoherentes en las que, por no pisar más flores, acababa por sacarse de la manga un culpable de última hora. La diferencia entre uno y otro tenía además una base moral, Hammett ponía en juego la inteligencia del lector desde la honradez y el rigor del guión, Christie, simplemente intentaba engañarlo. Con la literatura y el cine de terror viene a pasar lo mismo; Los otros de Amenábar, tenía una solidez argumental sin fisuras que mantenía el suspense hasta casi un final que sólo se volvía previsible en los últimos momentos. Tanto en Hammett como en Amenábar, la clave está en el respeto; al lector, uno, y al espectador, otro. No hay trampas en ese mundo, aunque sea un mundo de ficción. Con el gobierno andaluz que presumiblemente hoy o, a más tardar mañana, conoceremos, puede pasar algo parecido; que sea el desenlace honesto y riguroso de una trama inteligente que ha ido dejando pistas por el camino o que al presidente, por salir del atolladero, se le ocurra sacar de la chistera un conejo o varios de última hora. De todos modos, hay que reconocer que la cosa no es fácil. Miren por ejemplo lo que ocurre con la Consejería de Cultura y el desorden conceptual que transmite en sus funciones desde que existe. Es capaz de impulsar la investigación sesuda y rigurosa de la termoluminiscencia en la datación de cerámicas, paralizar un PGOU, organizar un espectáculo de danza contemporánea en el Central de Sevilla o montar el Festival de Cines del Sur o todo a la vez. Lo curioso es que después de tantos años y de tantos cambios, nadie haya puesto en cuestión ese gazpacho funcional heredado de una época en que la cultura era, en efecto, otra cosa. Ahora, una de sus competencias básicas, la de tutelar el patrimonio, repercute con insistencia en aspectos urbanísticos y de obra pública y casi podría pensarse que ese sería su sitio natural, otras como el teatro, la música o el cine tienen una decidida vocación de industria innovadora. Pero las pistas no indican que nadie piense en seguir ese orden intuitivo y lógico, sino más bien en simplificar el asunto vinculando la cultura con educación o con el turismo, olvidando que esta lucrativa actividad tiene, sobre el patrimonio histórico, la misma capacidad depredadora que sobre el medio ambiente y si no, véase el Algarrobico, la explotación feroz de nuestros cascos históricos o los inventos del alcalde con la Alhambra. En fin, una vieja historia de zorra y gallinas.
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