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Estimado doctor Relimpio:
HE vuelto a pasar mala noche. ¿Lo recuerda? Yo casi me había olvidado. Hacía tiempo que no tenía una de esas. Lejos de la realidad. Caras en la noche. En la habitación. Ojos líquidos suspendidos. No sé dónde estoy. O quién soy. Corro hasta el frigorífico. A salvo. Oh, sí. Genial. Ese olor agrio, a fermentación, a millones de bacterias y hongos reproduciéndose, a salsa cuajada, a la mugre amarilla de las paredes y las baldas pegajosas. Sigo sin saber dónde estoy. O quién soy. Mi mente se ha desconectado de mi cuerpo. Mis movimientos son rápidos. Me lanzo hacia el interior del frigorífico. Agarro cuanto tengo delante. Y luego hay un vacío. Un punto muerto, un espacio en blanco que provoca vértigo. Me despierto y veo comida por todas partes. Déjeme decírselo, doctor, porque creo que nunca lo mencioné abiertamente en nuestras sesiones: LA COMIDA ESTÁ POR TODAS PARTES. Vaya adonde vaya, allí está ella. Esperándome. En mi propia casa. En la tele. En las calles. En mi barrio. En mi fregadero. En mis intestinos, mis arterias y mi piel.
Salgo a relajarme, a despejar la cabeza, y ahí fuera es época de caracoles y hay bares cada dos metros y de repente de la ciudad se ha apoderado una nube de aroma a guiso de caracoles, un repartidor del Telepizza pasa de largo y se me hace la boca agua fantaseando con qué llevará en el cajón de la motillo, las franquicias de taperías exponen carteles con fotos de montaditos y cazuelas de huevos con chistorra, las confiterías atestan sus escaparates con surtidos de tartas, bombones y galletas, en las puertas de los supermercados anuncian dos por uno en san jacobos congelados y atún en conserva, las terrazas de los restaurantes italianos se colman con el perfume de ingredientes calcinados en el horno que nunca limpian, los guiris pasean devorando tarrinas de helado y palmeras, las rejillas de las freidurías despiden ráfagas de aire caliente que apesta a adobo, parejas y grupos de amigos engullen hamburguesas y patatas fritas y nuggets de pollo detrás de los ventanales de un Burguer King, un gitano te ofrece un cartucho de almendras en la Alameda, mantengo la vista en el suelo y ahí están los sobaos aplastados, los restos de kebabs, los cercos pegajosos de chocolate a la taza, los mendrugos de pan para las palomas, las raspas de pescado para los gatos, las cajas de fruta podrida junto a los contenedores, y también las bolsas de basura en las que seguro que alguien ha echado paquetes enteros de jamón york porque ya han pasado un par de días de la fecha de caducidad, restos de lentejas que solo están ahí porque para lo poco que ha sobrado no lo vamos a tener en la nevera… ¿Qué hago, doctor? ¿Me acerco al contenedor? ¿Rebusco dentro? ¿Me llevo de vuelta a casa esta fiambrera con lo que parecen sobras de arroz tres delicias o me las como aquí mismo?
De vuelta a casa permanezco durante horas con la mirada perdida en la pantalla de la tele, que muestra programas y concursos de cocina, teletienda, anuncios en los que explotan fresas, lonchas de bacon crujiente brincan a cámara lenta, corren ríos de yogur y de miel satinada. A las ocho de la mañana siempre están anunciando una sartén de cobre en la que una señora oronda cocina tortitas con salchichas, crepes, macarrones con medio kilo de queso rayado, un enorme solomillo de ternera con pimientos y por último un bizcocho de manzana sobre el que después vierte espeso jarabe de arce. Me quedo sopa con un concurso donde unos cuantos infelices (entre los cuales se incluyen de manera forzosa un vasco prepotente y respondón, un ama de casa en constante estado de inquietud, una veinteañera alelada y un andaluz grasioso) cocinan a contrarreloj un menú imposible mientras han de soportar comentarios castrenses, despectivos y en ocasiones pretendidamente ingeniosos de tres sabelotodos considerados chefs. Me despierto y cambio a la teletienda. Observo la aparición en bucle de los platos rebosantes de queso, grasa y azúcar de la señora oronda. Me dirijo a la cocina a prepararme el desayuno. Ni siquiera tengo hambre.
Pero la comida es mi vida. Y está por todas partes. Está en mi fregadero, creciendo desde dentro. Del desagüe brota una amalgama de restos de comida que crece como un yerbajo. Lo arranco y al día siguiente vuelve a estar ahí. Una mano que me inmoviliza, que me alimenta a la fuerza. Que me habla. Mientras tanto, al desayuno le queda poco para estar listo y en la tele la señora cocina salmón a la plancha en la sartén mágica.
Nadie quiere verlo, ¿verdad?
A un drogadicto no le ponen pastillas en la cara cada vez que sale a la calle. Un adicto al sexo no se encuentra con genitales allá donde va. Pero esto… Esto es más parecido a ser un asesino en serie, ¿no le parece? Ellos salen a pasear y se encuentran rodeados de cuerpos calientes moviéndose, plantándose delante de sus narices: "¿No te apetece jugar conmigo?". La comida es igual. Me provoca. Sin tregua. Y tarde o temprano solo puedo responder perdiendo el control.
¿Qué hago, doctor? ¿Seré capaz alguna vez de arrancarme esta piedra al rojo vivo del cerebro?
¿No ha tenido nunca la sensación de que algo está a punto de pasar?
Yo solo espero que sea rápido.
Afectuosamente, M.
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