Acto de fe

Cuántas noches en vela nos aguardan hasta que la tormenta cese, hasta que podamos regresar a esos lugares donde nuestra infancia fue feliz? ¿Cuánto para recuperar lo que la vida nos arrebató en un instante, impidiéndonos ser niños una vez más? ¿Hasta cuándo atados a un móvil que adormece conciencias, a unas redes que silencian la palabra y a un silencio que ahoga la imaginación y nos rinde en la lucha por ser quienes debimos ser?

Esta mañana crucé la calle para comprar un libro a mis hijos. Uno que no leerán, uno que buscarán el resumen de internet, uno que nunca abrirán en clase. Mientras cruzaba, mi memoria me llevó a tardes de invierno donde mi profe de Lengua nos leía. “Sigue Luis hasta el primer punto..., ahora tú Fernando, hasta la interrogación”. Que hoy como niño mayor que soy, confiese mi vergüenza. Soy de la generación que nunca supo de propuestas curriculares, ni de bilingüismo. Nunca dije en inglés los nombres de los minerales. No tuve tecnología. No conocí la historia del flamenco. Tampoco tutorías. Nunca estuvimos a la altura. Pero leímos. Y escribimos. Vaya que si lo hicimos…

Nunca llegamos a nada de lo que hoy valoran. Sólo leer, comprender, escribir sin faltas, expresar con amplio vocabulario lo que sentimos, lo que quisimos decir. Tuvimos y admiramos maestros. Muchos lo fueron de los hoy docentes y mañana gestores del conocimiento. Pero creo que algo debió quedarse en el camino. Hoy es distinto. Hoy introducimos conocimientos innovadores, estrategias y enfoques adaptados a las características del receptor del conocimiento (antiguamente estudiante). Claro: es una educación donde se aprende, también, aunque digamos, sólo digamos, de forma diferente.

Por ello, toca reconocerme como padre de los perdidos entre cartón pluma, maquetas, salidas extraescolares, teatros, clases de inglés... Y sigo perdido. Mirándolo bien, como Quijote de este siglo, me resisto a formar parte de WhatsApp de padres que a las 9 necesitan Valium para sobrellevar los deberes del niño. Prefiero soñar con que volverá el día donde recupere aquello de “mira niño, tráeme tu libreta que veamos los deberes que te han mandado”. Me resisto al classroom, al timbre que, cuando menos esperas, inunda la tarde y la noche tareas escolares. Ningún mensaje fue para recordar lo de merendar juntos, sentarnos y hablar, o ver en familia un capítulo de la serie. Eso no forma parte de educar…

A pesar de ello, fui afortunado. Logré luchar en la batalla del móvil. La paz se firmó relegándolo a en familia y fines de semana. Es mucho. Y no me avergüenzo en recordar a nuestros hijos, como niños mayores que somos, lo bonito de leer, lo maravilloso de escribir, y lo difícil que resulta, sin leer ni escribir, que esta sociedad alguna vez pueda comprender.

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