El río de la vida
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En la foto de Botán que me envió sin yo ni siquiera conocerlo, se ve a Pepe Luis en un cambio de mano de los suyos junto al tercio en la Plaza de Las Ventas, en la feria de otoño del año en que me aficioné. Un ángel voló sobre las ventas, tituló una revista, tal fue la conmoción que causó en aquel público tan inhóspito a veces, pero capaz de derretirse en un momento ante no más de cuatro naturales de los que paran el tiempo. Todo el toreo de Pepe Luis Vázquez estaba adornado de una fragilidad que las más de las veces lo echaba por tierra, pero que cuando los astros se juntaban surgía como un temblor que nos transportaba a los años dorados de la tauromaquia.
Su apresurada marcha ha precedido a la de Paco Camino, otro exponente del toreo clásico de siempre. Los aficionados de mi generación apenas pudimos ver en el ruedo a Camino, ni tampoco, por diversas circunstancias que tienen que ver sobre todo con el capricho, nos han contado demasiadas cosas de él, tan alejado, por distancia y carácter, de las peculiares sensibilidades que cotizan por aquí abajo. Por las imágenes que he visto en televisión, a mí me parece, sin embargo, uno de los grandes matadores de la segunda mitad del pasado siglo, a la altura de los mejores, por mucho que nunca cruzara la Puerta del Príncipe de matador (por la puerta grande de Madrid salió doce veces) ni tenga una calle en la Feria con su nombre. Si no fuera por el antecedente bíblico, cualquiera diría que el conocido dicho “nadie es profeta en su tierra” era por su causa, como él mismo se ha encargado de recordar con indisimulado desencanto en alguna ocasión.
Pero hay en ellos, en cualquier caso, una cualidad común que a mí gustaría destacar, y que los engrandecen como artistas, y como personas, y que está relacionada con la honestidad intelectual. Los dos fueron siempre ellos, y actuaron conforme a sus convicciones, sin tratar de engañar a nadie. Cuentan que en una corrida nocturna en El Puerto, al último toro de Pepe Luis se le partió el pitón, y quedó inutilizado para la lidia. Después de arrastrar al sexto, el empresario se fue con toda su buena intención hacia el diestro: “Maestro, me dice el ganadero que está dispuesto a regalar el sobrero, por si quiere...”. La respuesta del torero sólo la podía dar un genio: “No son horas…”. Mucho vamos a echar de menos, me temo, la personalidad y torería de maestros como los que se nos han ido esta semana.
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