Las aguas santas

Creo que el tiempo depende más bien del orden que la naturaleza se tiene impuesto a si misma

27 de marzo 2024 - 00:45

Un buen amigo que no es precisamente creyente, me dijo ayer tarde que los cristianos que, además, somos cofrades, pedimos con tanta insistencia la lluvia a Dios que Él, muy seguramente por dejar de oírnos y obviar, por fin, nuestra pesadez, nos la ha concedido en esta Semana Santa: aguas santas y con bastante generosidad. Y aun así, nos quejamos. Posiblemente no le falte buena parte de razón a este amigo mío, aunque esto de la lluvia, como el calor excesivo en el verano o los fríos exagerados en los duros inviernos –que ya no se dan tampoco– no creo yo que dependan de la voluntad del Creador, sino más bien del orden que la naturaleza se tiene impuesto a si misma y en el que no cabe, como estamos viendo –como se ha visto desde siempre– la precisión matemática y geométrica que sí vienen a tener, por ejemplo, las órbitas que describen los astros, lo que se viene a agradecer –bien ponderado– ya que si así no fuese, el festival celestial que se podría organizar, sin previo aviso, sería de consecuencias descomunales.

Este año y según estamos viviendo, tenemos una celebración pasional cristiana muy pasada por agua, después de un otoño de rigor y agostamiento que se ha dado con las pocas reservas que nos podían quedar en los pantanos. En muchos lugares de nuestro país se había impuesto ya un invierno de restricciones severas, incluso, llegándose a racionar el líquido elemento para uso exclusivo del consumo de las personas. Y hasta ha habido jóvenes que, habiendo vivido en un mismo lugar durante su corta vida, nunca habían podido divisar determinados paisajes y hasta poblaciones enteras que han estado sumergidas durante mucho tiempo.

Pero es natural que, lo que más se deseaba para este tiempo, para disfrutar del inicio de la primavera, no eran sino temperaturas agradables, cielos diáfanos y luces claras y brillantes en las horas centrales de los días y cobrizas, tornasolando a cobaltos, en los atardeceres, en los que las calles de muchas ciudades y pueblos de España se llenan de largas hileras de penitentes, espléndidos pasos y artísticas imágenes que rememoran la pasión de Jesucristo y el dolor inmenso de su sufriente madre y los momentos más destacados de aquella historia que -quiérase o no- es la más lejana causa de esta civilización occidental que vivimos.

Pero las nubes sorpresivas –y las tormentas impertinentes– se han adelantado en marzo, haciendo cumplir, tempranamente, lo que en el Refranero se nos dice: “En abril, aguas mil”. ¿O no?

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