Notas al margen
David Fernández
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Nueve meses después de la reconquista de Granada, esto es en octubre de 1492, fue la primera vez que, a esta ciudad, capital del reino de su mismo nombre, le pasó de largo el tren de la gloria. El descubrimiento de América torció la historia de esta tierra, en claro favor de Sevilla que, convirtiéndose en puerto de Indias, desplazaba a Granada en el interior peninsular y la dejaba cargada de leyendas medievales, historias contemporáneas inconclusas y románticos olvidos con los que habría de convivir en su futuro diario de belleza y desesperación. Y aunque el empuje de los monarcas reinantes –Isabel y Fernando, que sobrevivieron pocos años a la costosa Toma– y de sus descendientes, tanto Juana y Felipe como Carlos e Isabel, sí vinieron a sentar cimientos suficientes para hacer que los mejores artistas creadores del Renacimiento, labrasen aquí impresionantes edificios; como la misma espléndida y luminosa catedral; y los cubriesen de magníficas pinturas y esculturas que dieron a Granada la dimensión culta y distinguida de la que ya, nunca, se desprendería y que, junto –y más destacadamente al conjunto palaciego de la Alhambra y el Generalife– le concederían un brillo único y perdurable en los caminos de la admiración de las gentes del mundo que, desde siempre, aquí han venido y siguen viniendo, empujados más por la admiración que por la simple curiosidad.
Pero a Granada le quedaba otro tren, casi inmediato, por pasar de largo. Y fue el reinado del más grande rey que en esta península pudo haber, que fue el segundo de los Felipes, de la dinastía de los Austria, un monarca de inmenso poder sobre interminables extensiones de la Tierra y que –seguramente por ello– le debió producir una extraña amnesia respecto de la tierra en la que él mismo fue concebido. Porque, en el tiempo de Felipe II, Granada ganó poco y supuso su reinado no ser el panteón real que había soñado el César Carlos, que pretendió en sus sueños que en este solar descansasen sus abuelos, sus padres y todos los que de ellos naciesen y fuesen testas coronadas. Pero aconteció lo de San Quintín y en la cabeza del rey surgió ese otro sueño –genial, sin duda– que es el real monasterio de San Lorenzo del Escorial.
Ahora se barrunta otra posible oportunidad: ser Capital Europea de la Cultura. Aunque ya lo somos –¡vive Dios que así es!– pero es menester que así nos nombren y así nos reconozcan en esta vieja Europa. Es, no cabe duda, el más apasionante proyecto en el que podemos ser, todos los habitantes de Granada, especialmente, definitivamente protagonistas de nuestra historia.
La meta está en el año 2031 y el proyecto no nos viene impuesto de ningún lugar. Los haremos nosotros, los que aquí, en Granada vivimos. Y así, Granada, por vez primera en su historia será lo que los granadinos quieran. Si no sale, que nuestros hijos nos lo demanden. ¿O no?
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