La esquina
José Aguilar
Un fiscal bajo sospecha
La plaza del Duomo de Catania en Sicilia está presidida por la escultura de un elefante labrado en piedra volcánica que soporta un obelisco formando en su conjunto un extraño simbolismo que solo se aclara al vivir esta singular ciudad y percibir hasta qué punto el Etna anida en su imaginario presente.
Las calles menos transitadas ofrecen un aspecto negruzco. Vale que en Sicilia no destacan por la higiene pública pero en Catania es ya una especie de hollín que lo cubre todo, de modo que al ir a apoyarte en cualquier barandilla debes sacudirte la suciedad de manos y codos.
Allí se nota que llevan esta convivencia extrema con familiaridad. Cuesta creerlo al contemplar de noche la humareda que sale constante del cono superior del Etna y, a veces, también las llamaradas de lava que lanza hacia el cielo. El peligro cotidiano también acostumbra. El mismo aeropuerto tiene una intermitencia en su uso que también allí toman como parte de la cotidianeidad. La ceniza volcánica es mal compañera de viaje.
Son alrededor de cuatrocientas mil almas las que perseveran en sus afanes al pie del monstruo de lava. Ochocientas mil si se añade el área metropolitana. Y en su histórico ya hubo terremotos y erupciones brutales que obligaron a reconstruir entera la Catania señorial que hoy vemos al pasear la principal arteria llamada Etnea, en alusión al volcán que se observa a lo lejos.
La universidad más antigua de Sicilia ha dado un aire cultural a los rincones más batalladores de la ciudad, algo que se agradece para descansar de franquicias y tiendas de marcas de esas que ni en dos vidas podremos aspirar a vestir nunca.
Así, tomando un involtini en un lugar recomendado por los de allí, La Trattoria del Cavaliere, en compañía de la vitamina vital que regalan Sol & Lor, no puedes dejar de preguntarte cuántas generaciones de cataneses habrán visto ese mismo volcán expulsando lava y rocas hasta introducirse en el ADN mismo de la identidad de la ciudad, esa que paseaba en procesión ese mismo día con la patrona Santa Ágata, protectora ante los desastres naturales, mártir que fue de unos romanos que le cortaron los pechos para dejarlos en la bandeja de su tan tremenda y conocida iconografía.
De regreso ya al terruño la nostalgia de aquella emoción constante no me abandona. La cercanía del peligro engancha tanto como ese vivir provisional del viaje verdadero, precariedad que aligera el corazón ya libre de palpar la realidad que palpita bajo la apariencia tranquila de un volcán dormido que siempre está a punto de estallido.
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