Censurando a mamá

Primer axioma: las mujeres ?leen más literatura que los hombres. Segundo axioma: es muy raro encontrar un hombre en un taller de lectura. Normalmente los promueven y los nutren las mujeres. Tercer axioma: ahora se lee más que nunca a lo largo de la historia, por tanto, también es mayor el número de lectores de literatura clásica. Dejo a las ‘lectoras’ (hoy, lógicamente, en femenino) la tarea de consultar, las que no lo sepan, qué es un axioma y de informarse sobre el método analítico deductivo del científico inglés B. Russell que afirma que cualesquiera de los axiomas anteriores debería de ser revisado si aparecen datos nuevos que lo contradigan. Último dato: tengo una sobrina bibliotecaria que me informa de que son más mujeres que hombres los que le consultan sobre qué leer. Tiene un grupo de lectoras mayores que le solicitan novelas verdusconas y trillers con pareja de sargenta y número de la Benemérita investigando. Y he recordado a mi madre leyendo vorazmente el tomo de los Episodios nacionales de Galdós que mi padre le regala tras de cada uno de sus diez partos. Y, también, cómo nos mandaba a sacarle libros de las bibliotecas. De mayor, derivó hacia el Hola, pero se leía también cualquier novela que le llevaras. Ella había sido una niña zangolotina, embutida en la educación femenina tradicional: con sus clasecitas de piano y de economía doméstica. Asumió el rol de perfecta casada, diseñado para ella por mi padre y Fray Luis de León, pero trufado de una rebeldía irónica innata. Como otras mujeres de mi familia ?–no, mi piadosa tita María–, en un momento de su vida, pensó que tenía entorchados suficientes como para prescindir de curas y hablar en persona con Dios. Sabia, como llegó a ser, mi madre confesó a sus hijas que –novia desde los 13 años con mi padre–, a ella “le había faltado tonteo”. Pese a ser católica practicante, disfrutó muchísimo con las peripecias del cura de Arjona que, en la novela Statio Orbis de Eslava Galán, lleva a sus feligreses al Congreso Eucarístico de Sevilla (1993) y termina intentando colocar dos bolsas de la basura llenas de hostias consagradas sobrantes en un convento, sin conseguirlo. Le advertí de que esa obra blasfema no le convenía, pero como era muy leída, me contestó con sorna: “¡Pablito, mi niño comunista y ahora censor de libros, qué lástima!”.

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