La ciudad de Dios

26 de agosto 2024 - 03:05

Me hubiera gustado convertir mi pueblo, Cenes de la Vega, en uno de esos territorios mágicos de la literatura universal en los que, no sucediendo aparentemente nada de importancia, sin embargo, se dan cadi todas las cosas que conciernen a la condición humana. En un Macondo, en una Mágina o en La Ciudad de Dios. Vano intento que los dioses han castigado dejando mis vergüenzas literarias al descubierto y condenándome al purgatorio del Facebook. Llevo años vistiendo con mis miserables galas esta red social, sin mucho éxito. Si hubiera seguido los consejos de Pánfilo, no tendría por qué haber llegado a esto. No te empeñes, me decía este amigo, que tú no eres ni un García Márquez ni un Muñoz Molina ni un Agustín de Hipona; aunque tus escritos tienen su gracia, y tus textos son de más calidad que las 2.700 novelas del oeste del renombrado autor del género Marcial Lafuente Estefanía; pero como sigas intentando que tus sucedidos ceneros superen el nivel de catetería alcanzado por los de los ‘provincianistas´ Puigdemont y Ayuso, estás condenado al fracaso. Desoyendo cualquier consejo, hoy os endilgo de nuevo, y sin compasión, anécdotas ceneras que quizá solo interesen a los de los pueblos de al lado. Sabed que de chicos, en mi pueblo, los niños utilizábamos en nuestros juegos las chapas de las gaseosas como monedas. Carecíamos de cash flow. Previamente, las poníamos en la vía del Tranvía de la Sierra para que este, a su paso, las dejara aplanchetadas como perra gordas. ¡Nuestra fábrica de Moneda y Timbre! No se conocían ni la Coca-Cola ni la Pepsi. Solo, la Mirinda, la Pitusa o la Revoltosa. En mi familia, la primera que se bebió una Coca-Cola fue una sobrina de mi padre que había veraneado en Lanjarón. Al volver a Granada, se supo que estaba preñada. Ella dijo, y su madre corroboró su versión, que había sido por culpa de la Coca-Cola, cuyas virtudes y efectos no se conocían entonces del todo. Acostumbrados a creer en embarazos mucho más milagrosos, alados o dorados, la versión de mi prima disfrutó de cierta credibilidad. Hasta que apareció el marroquí rico que la había preñado confesando su paternidad. Por los 50’, en Lanjarón, se lo oí a mi tita María (y a Antoñito, el de doña Trini, la maestra de niñas de la escuela unitaria “Dolores Romero Pozo” de Cenes), “se daba mucho el/la marroquí”.

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