La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
Recuerdo haber sido muy feliz buscando espárragos. Tengo ya la edad suficiente como para haber comprendido que haber vivido en el paraíso no ha sido el haber estado en fiestas exquisitas, en dormir en hoteles de lujo o en conducir buenos coches. Recuerdo, como digo, haber estado en el paraíso cuando iba con mi padre, con mi hermano o con algún amigo a buscar espárragos. O cuando he subido al Caballo o a La Cucaracha con un grupo de amigos andarines. O cuando me he tomado unas cervezas rodeado de buena gente. Cuando era muy joven me gustaba una frase de Borges que venía a decir que no hay un solo día de la vida en el que no pasemos al menos unos instantes en el paraíso. Borges aludía al paraíso como un lugar o un hecho cotidiano, no una imposibilidad, y menos aún una promesa lejana. Está todo en el día a día. Acabo de venir de Nueva York en ese viaje que anualmente hago con malafollás granaínos (este año se han superado mis acompañantes) y me he dado cuenta que mi felicidad no está en pasear por la Quinta Avenida o subir al Empire State, sino en caminar todos los días desde mi casa al Albaicín para desayunar allí una tostada de aceite con los amigos. He tenido que regresar a Granada y tomarme una cerveza (con tapa, por supuesto) para comprender que el paraíso puede estar aquí y no por otros lares. Está muy bien conocer nuevas formas de vida, pero te das cuenta que lo que de verdad añoras es estar en ese ambiente que te hace pensar que vives en el lugar correcto, en donde está tu círculo de amistades y no hay demasiadas contradicciones. En Nueva York se ha legitimado el consumo de marihuana. La ciudad de la felicidad, la llaman irónicamente. Las calles huelen a porro que te cagas. Sin embargo, te multan si te ven tomándote una cerveza en un sitio público. En los colmados te dan una bolsa para tapar las bebidas alcohólicas para que no te vean que la estás consumiendo. Es una de las muchas hipocresías que fomenta en capitalismo. Manuel Vicent dice en su último libro que la vida, como el violín, solo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Con estos mimbres se teje cada historia personal con toda una maraña de sueños y pasiones que el tiempo macera a medias con el azar, dice el escritor. Solo tienes que atinar en tocar la cuerda correcta en cada momento, digo yo.
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