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Pese a los matices aportados por modernos historiadores como Benjamin Isaac, que ha estudiado las connotaciones implícitas en los conceptos de barbarie y extranjería, hay que recordar que el racismo apenas puede documentarse en la Antigüedad y menos aún a partir de la edad helenística, cuando las conquistas de Alejandro ampliaron los límites de lo que los griegos llamaban oikumene, o sea el mundo habitado, hasta las lejanas tierras de Persia, Afganistán y la India. Hay quienes han sugerido que en ciertos contextos el genos, es decir el linaje, referido en particular a los linajes nobles, podría equivaler al hoy obsoleto concepto de raza, pero la gran mayoría de los estudiosos considera que esa noción era por completo extraña para los antiguos, que no parecen haber tenido prejuicios en ese sentido. Hubo casos particulares como la dominación de los espartanos sobre los ilotas, tan griegos como sus señores, y en todo tiempo existió la esclavitud, pero la institución, que podía extenderse también a los naturales de la polis, no tenía un fundamento étnico. La Roma de la era imperial, por su parte, que amplió la ciudadanía a todos los hombres libres, fue especialmente mestiza y se preciaba de acoger –después de rendirlas por las armas– a naciones muy distintas, integrando gentes y creencias en una formidable superestructura que rendía culto a su tradición propia pero incorporaba sin conflicto muchas otras. Con el griego y el latín como lenguas francas, el mundo antiguo fue en la práctica multicultural, no despreciaba por sistema las costumbres de otros pueblos –consta desde siempre la admiración por Egipto– y sabía de su deuda con Oriente. Lo prueba la incomodidad que sintieron los ideólogos nazis, tan supuestamente helenófilos, para adaptar esta realidad innegable a su disparatada visión de la Historia, que atribuía la democracia ateniense a la “degeneración racial”, interpretaba las Guerras Púnicas como un conflicto entre arios y semitas y explicaba la decadencia del Imperio de Occidente –lo analiza Johann Chapoutot en páginas fascinantes– como consecuencia de la “desnordificación” de los romanos. No extraña tampoco que los mismos nazis odiaran el cristianismo, que una vez emancipado de la matriz hebrea se difundió por el mundo como una religión universal, acogiendo a cualquiera que se sumara a la fe sin barreras de ninguna clase. La ensoñación de los pueblos puros e incontaminados es reciente en términos históricos y de hecho no puede sostenerse antes del XIX, el siglo de los nacionalismos, la moderna empresa colonial y la seudociencia de la raciología. Puestos a ser grandes de nuevo, mejor nos remontamos a los verdaderos orígenes.
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