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Muchos opinadores achacan la victoria de Donald Trump a una ola reaccionaria y a los bulos. Pero un triunfo tan arrollador de alguien a quien ni sus votantes le dejarían los niños a su cargo no admite explicación tan sencilla. El populismo de extrema derecha también recorre una Europa decadente. Y sólo hay que ver las noticias para comprobar que nuestros políticos han perdido la razón. En lugar de arrimar el hombro tras una catástrofe sin precedentes, malgastan energías en culpar al rival, mientras la consejera de la cosa admite que desconocía los avisos a los móviles. ¿Estamos locos?
Trump parece deleznable, un delincuente reconocido, un excéntrico que asusta, pero los americanos le ven como la solución a sus problemas por su pragmatismo al situar la economía y la migración en el centro de su programa. El senador Bernie Sanders, símbolo del progresismo en EEUU, no lo pudo resumir mejor: “A un partido que abandona a la clase trabajadora no debería sorprenderle que la clase trabajadora le abandone”. Muchos demócratas también votaron a Trump y otros tantos se quedaron en casa. Los electores lo juzgaron no tanto por sus promesas como por lo que hizo en su primer mandato. Lo peor fue insultar a todo el mundo, tras no admitir su derrota y alentar el asalto al Capitolio. Ahora con todo el poder en sus manos, quién sabe. Pero la economía mejoró, no metió a su país en ninguna guerra y no terminó de levantar el muro con México. Si su discurso proteccionista –America first– amplificado por las redes sociales le ha llevado al triunfo es porque supo ver que la escalada de los precios amenazaba a toda la clase media, mientras que sus rivales se enredaban con el lenguaje inclusivo y los cursillos de feminismo radical. Hay que respetar mucho a las minorías, sin duda. Pero desnaturalizar el debate por sistema es arriesgado. Las batallas contra el racismo, el cambio climático o para enfatizar la identidad de las personas LGTB son necesarias, pero llevarlas al extremo a todas horas por encima de todo han perjudicado a Kamala Harris (icono del wokismo) y han beneficiado a un Trump más volcado en el precio del pan y la gasolina. La mayoría está a lo que está. Y el problema de la migración no se soluciona con una charla contra la xenofobia. El americano medio, incluido los hispanos cuyos hijos ya son de EEUU, se ha vuelto un conservador de pura cepa. Las políticas de ayudas no convencen allí porque, nos guste más o menos, están acostumbrados a currarse sus lentejas y su sanidad. Aquí la izquierda también se esfuerza tanto por parecer la más progre que se la aleja de la mayoría. No se puede exigir como un derecho humano cambiarte en un vestuario femenino porque de repente te sientes mujer. Por fortuna la sociedad reacciona y prevalece el sentido común. Ni las recetas de la socialdemocracia y el liberalismo son lo que eran, ni las democracias occidentales tampoco. La victoria de Trump ha de servir de lección.
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