Conrad, la verdad de la existencia

La ciudad y los días

05 de agosto 2024 - 03:08

Joseph Conrad no es un escritor para minorías. Él mismo lo desmintió: “Lo que siempre me ha causado más temor es desplazarme insensiblemente hacia la posición del escritor que escribe para un círculo reducido, posición que por cierto me habría resultado tan odiosa como arrojar la piedra de la duda a las profundidades insondables de mi firme creencia en la solidaridad de la humanidad toda, en lo que a las ideas simples y a las emociones sinceras se refiere… Sería un desafuero indecente negarle al público en general la posesión de una mentalidad crítica”. Su estilo, trabajado hasta el agotamiento (del escritor, no de su lector), nace de la unión entre un hombre de acción que conocía la simplicidad del recto actuar y un hombre de reflexión que conocía la complejidad del ser humano: un marino que se encerraba en su camarote para escribir y surcó durante cinco años los mares con el manuscrito de su primera novela, La locura de Almayer, en su equipaje.

Su obra nace de la íntima necesidad de expresar la contradicción entre el asombro maravillado y el horror, la nobleza del esfuerzo que de antemano se sabe condenado al fracaso, la grandeza humana no exenta de miserias y debilidades, pero también de heroísmo, de los olvidados que pasan por la vida como si no hubiesen existido. Para Conrad, escribió Borges, lo común de la vida y del hombre era lo maravilloso.

Todo se resume en su concepción de la tarea del artista, que nadie ha descrito con tanta verdad, fuerza y compasión como él en el prólogo de El negro de Narcissus: “El arte podría ser definido como la determinación de hacerle la mayor justicia posible al universo de lo visible, al sacar a la luz (…) la verdad misma de la existencia. El artista se repliega en sí mismo, y solitario en esa región de esfuerzo y de lucha íntima, (…) habla a nuestra capacidad de alegría y de admiración, se dirige al sentimiento del misterio que rodea nuestras vidas, a nuestro sentido de la piedad, de la belleza y del dolor, al sentimiento que nos vincula con toda la creación; y a la convicción sutil, pero invencible, de la solidaridad que une la soledad de innumerables corazones: a esa solidaridad en los sueños, en el placer, en la tristeza, en los anhelos, en las ilusiones, en la esperanza y el temor, que relaciona a cada hombre con su prójimo y mancomuna toda la humanidad, los muertos con los vivos, y los vivos con aquellos que aun han de nacer”. Insuperable.

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