
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Fundido ibérico
Ayer dijo Alfonso Guerra, en una conferencia que dictó en la granadina facultad de Ciencias Políticas –entre otras muchas otras cosas que debieran preocupar, profundamente, a cualquier demócrata español– que la unidad de España es la igualdad de los españoles. Aterradora aseveración, toda vez que, cada día que pasa, el (des)Gobierno presidido por Pedro Sánchez y hábilmente secuestrado por un prófugo separatista vergonzante catalán, no queda sin que realice alguna desgraciada acción que humilla al estado de derecho y a ese precioso concepto constitucional que iguala a todos los ciudadanos de este país, ante la ley y ante la administración del Estado.
Presa, pues, la voluntad del presidente Sánchez, por propia determinación y placentera anuencia, preso está el país, en manos de un delincuente que no dedica su tiempo y su esfuerzo sino para maquinar contra la unidad de la nación y ver los modos de ejercer la mayor presión sobre la Presidencia del Gobierno para hacer diferentes a los ciudadanos españoles, por razón de nacimiento, residencia geográfica y lengua que empleen para comunicarse.
A mi humilde modo de ver, lo grave del caso no son tanto las maquinaciones del separatista catalán o las exigencias de los ex pistoleros vascos que apoyan a Sánchez –no se pierdan de vista– ni siquiera las irresponsables intervenciones de los diversos partidos de la izquierda radical en el (des)gobierno de España, como sí lo es la permisividad de Pedro Sánchez para que todas esas exigencias, injustas por anti democráticas exigencias y paulatinos ataques al sistema constitucional, mediante los que, poco a poco a poco, se daña esencialmente el sistema democrático y dejan a los pies de los caballos el prestigio y el crédito ciudadano de las instituciones o la propia definición constitucional de España que, con tanto ataque a la esencia igualitaria y correctora de las injusticias sociales, vemos cada día sumida en un mayor deterioro.
Claro está que, también, para que este progresivo deterioro se pueda venir produciendo, ante las propias e indefensas narices de la ciudadanía, es menester que acontezca una paralela desmoralización del conjunto social, desmoralización en el sentido de pérdida del concepto y el valor de aquellos principios que, en el tiempo de la etapa denominada genéricamente como La Transición Democrática, nos inspiraron –a todos los que por ello luchamos– la capacidad de consenso y la unidad de acción en beneficio e interés público, que permitió la neutralización de la autocracia, hasta entonces imperante y la implantación del estado democrático y constitucional, que hemos disfrutado durante decenios y que, ahora, en muchos aspectos, se realiza su desguace. Porque democracia es mucho, mucho más que depositar una papeleta en una urna. ¿O no?
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