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Antes de que mi hijo mayor cumpliera 18 años, estaba intentando tener con él una conversación para explicarle la trascendencia de llegar a la mayoría de edad, que marca cronológicamente ese paso de la adolescencia a la edad adulta. Me disponía a soltar aquel discursito de la responsabilidad que se adquiere, de ser consciente y consecuente de la trascendencia de tus actos; de la necesidad de aspirar a adquirir esa madurez, que te puede permitir emanciparte, ser totalmente independiente y elegir una opción académica o laboral. La importancia de que a esta edad se adquiera la ciudadanía y con ella todos los derechos políticos y consecuentemente la posibilidad de elegir y ser elegido, pudiendo participar con ello en la organización del estado y de la sociedad. El gran valor y la gran responsabilidad que significa el hecho de tener derecho al sufragio. Pero cuando me había preparado exhaustivamente mi alegato, fijé mi mirada a sus preciosos ojos verdosos y no pude evitar ver en él a “mi pequeño”, a “mi niño”; al recién nacido que vino al mundo con los ojos totalmente abiertos, como ávido de descubrir y conocer todo lo que le rodeaba; al niño con el que jugaba incansablemente, inquieto y pidiendo una y otra vez repetir el mismo juego. Me acordé de su triste llanto, cuando tras sus caídas le curaba las heridas. Recordé también mis ausencias, cuando alguna vez estando él enfermo tuve que partir, por estar de guardia; los cumpleaños que celebramos, anticipadamente, porque en la fecha señalada, tenía que ausentarme por el trabajo, los festivos y las Navidades y días de Reyes que preguntaba por su padre, porque ese día tan importante papá estaba trabajando; y como no, las tardes interminables ayudándole a hacer los deberes de aquel colegio tan exigente. Y la tristeza de su mirada cuando en la pandemia yo salía cada día hacia el hospital. Todas estas imágenes de su niñez y algunas otras pasaron fugazmente por mi mente. Emocionado por estos recuerdos, y consternado por lo que a mí me pareció un tiempo que pasó demasiado rápido, no pude por menos que abrazarlo con fuerza y decirle lo mucho que lo quería. Y tras fundirnos en ese abrazo interminable, decirle que solamente aspiraba a que fuera un hombre honesto, bueno y ante todo feliz. Y dejé para otro momento el discurso del “hito” de la mayoría de edad.
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