
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Fundido ibérico
La ciudad y los días
De los papas que se han sucedido a lo largo de mi vida, todos, salvo Juan XXIII por su santidad y Juan Pablo I por su brevísimo pontificado, han sido criticados ferozmente por diferentes que hayan sido sus magisterios, sus actitudes frente a los desafíos de la historia y sus personalidades. Pío XII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco: todos han sufrido feroces críticas. No puede ser casual. Parece que es el cristianismo como religión y la Iglesia como institución lo que no se tolera. Salvo que se deje arrastrar por los tiempos en vez de dialogar con ellos desde la luz de la fe y la firmeza de la doctrina, como se propuso y logró Juan XXIII cuando el 25 de enero de 1959 pronunció estas palabras que iniciaron la gigantesca reforma de la Iglesia, no para que fuera otra, sino más ella misma en fidelidad a su origen: “Pronunciamos ante vosotros, ciertamente temblando un poco de emoción, pero al mismo tiempo con humilde determinación de propósito, el nombre y la propuesta de la doble celebración: un Sínodo Diocesano para la Urbe y un Concilio Ecuménico para la Iglesia universal”.
Tres años después, la noche del 11 de octubre de 1962, tras celebrarse esa mañana la apertura del Vaticano II, una multitud abarrotaba la plaza de San Pedro. “Aquella noche –contó monseñor Capovilla, su más próximo colaborador– el papa Juan estaba muy emocionado. No hablaba, vivía como ensimismado. Se sentía ya enfermo. Para él, lo importante era que el concilio había empezado”. No quería comparecer porque “le gustaba hablar poco y con gran sencillez, y sobre todo huía de los aplausos de la masa”. Pero se conmovió al ver la multitud e improvisó el famoso discurso de la luna: “La luz que brilla sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en nuestras conciencias, es luz de Cristo, que quiere dominar verdaderamente con su gracia, todas las almas. Esta mañana [con la apertura del Concilio] hemos gozado de una visión que la Basílica de San Pedro, en sus cuatro siglos de historia, no había contemplado nunca. Pertenecemos a una época en la que somos sensibles a las voces de lo alto; y por tanto deseamos ser fieles y permanecer en la dirección que Cristo bendito nos ha dejado”.
Juan XXIII, el gran reformador que dijo “quiero abrir ampliamente las ventanas de la Iglesia”, sabía que era necesario dialogar con el mundo. Pero también que diálogo no es sometimiento.
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