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La gran crisis financiera que se inicia en 2008 provocó una reflexión general sobre la democracia y la corrupción de la relación entre representantes y representados. El diagnóstico, entre otras cosas, apuntaba a que en nuestros sistemas políticos se había roto el sentido del pacto de delegación entre gobernantes y gobernados, provocándose una quiebra de su legitimidad. Los partidos, entes cerrados y oligárquicos, ya no eran viables como instrumentos de participación política al actuar como actores privados. A su vez, la incapacidad de los parlamentos para dar publicidad real a lo político habría convertido la institucionalidad democrática en un esfera hermética, secreta para una ciudadanía que, de forma lógica, se sentía apartada como actora de los asuntos públicos. El nihilismo democrático, la antipolítica, sería la consecuencia letal de esa crisis en las ficciones esenciales de la representación. Con razón en ese momento se reivindicaba, especialmente desde la izquierda, y frente a ese descreimiento nihilista en la democracia, un activismo crítico contra los poderes por parte de la ciudadanía. La recuperación del paradigma republicano, en virtud del cual el ciudadano no se conforma con votar cada cuatro años, sino que exige una publicidad efectiva, un control cotidiano de lo político. Esta crítica tuvo especial eco y consecuencias en el sistema político español y, por eso, no deja de ser llamativo cómo ahora se produce una impugnación de este ideal republicano desde una coalición de gobierno progresista. El eje de esa refutación es asumir que cuando un gobierno progresista hace, en ámbitos políticos esenciales, no ya lo que no había anunciado, sino lo que nos prometió no hacer, debemos creer sin fisuras que es lo correcto. La opacidad o la mentira no pueden ser ya consideradas faltas democráticas y la duda de los ciudadanos ha adquirido para el ejecutivo un significado herético, bajo los silogismos de que quien duda no está con el gobierno y de que quien no está con el gobierno es potencialmente un ultra. Toda la teoría del empoderamiento es así sustituida por una teoría de la fe. Si el discurso con el que se solicitaba la confianza a los ciudadanos afirmaba la impertinencia, la inconstitucionalidad o la imposibilidad de la amnistía o el concierto económico y ahora estas medidas son pactadas en negociaciones bilaterales de investidura, lo que verifica la virtud democrática es la creencia ciega en el poder y no su fiscalización crítica. Hágase en nosotros tu voluntad parece ser la síntesis de la regeneración democrática en marcha.
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