En tránsito
Eduardo Jordá
Linternas de calabaza
¡Oh, Fabio!
Uno de los lugares comunes de los cursis (cúrsiles en ese idioma andaluz que ahora está bajo el armiño de Juanma) es el vituperio de las fronteras. Los muros sólo les gustan cuando se levantan contra todo aquello que detestan. Ya saben, la memez esa de “al sable del coronel, cierra la muralla”. Sin embargo, las fronteras son como la piel en los seres vivos: sin ellas es imposible la existencia. Prueben a desollar a una lagartija y comprobarán lo que digo. Hablemos claro, sin las fronteras que delimitan las naciones europeas hubiese sido imposible la construcción del estado del bienestar y seguridad que ahora gozamos. No existirían la sanidad y la educación públicas gratuitas, el subsidio del paro, los grandes museos nacionales, las policías que nos protegen... Lo primero para construir una comunidad de derechos (y obligaciones, que se suele olvidar) es definir quiénes pertenecen a la misma. Y quiénes no. Y eso se hace, les guste o no a los poetisos, levantando fronteras, estableciendo límites. ¿Significa lo dicho que una nación deba ser insensible al drama de los extranjeros, que no deba ser generosa en sus políticas migratorias? En absoluto. España, como país que bebe de los grandes principios de Occidente, tiene el deber y la necesidad de acoger en lo posible a los que llaman a sus puertas buscando una vida más digna en lo material y lo espiritual, la que no encontraron en esos países de origen que tanto alaban, precisamente, los que critican las fronteras, tan dados ellos al multiculturalismo dominical.
Los de mi generación fuimos testigos del gran avance que supuso el derribo de las fronteras internas de Europa, al igual que los que habitaron el siglo XIX empujaron la Historia para acabar con las que existían dentro de la propia España, con sus fielatos y portazgos. Pero a cambio hubo que levantar y reforzar las fronteras de la UE. Aunque parezca cruel o mezquino, solo podremos disfrutar de esta isla de derechos y bienestar que es el Viejo Continente con unos límites bien definidos, con una piel permeable y flexible, pero claramente establecida.
Es muy fácil hacer ripios en contra de las fronteras, posar ante los demás de Tartufo humanitario, reivindicar la utopía (palabra manchada donde las haya) de un mundo limpio de demarcaciones, predicar abstracciones cuando la realidad demuestra todo lo contrario. Pero lo que parece claro es que una bandera que no puede ondear en un puesto fronterizo es una bandera que no sirve para nada.
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