La esquina
José Aguilar
Un fiscal bajo sospecha
Tiene Alhama un imán que no deja de reclamar a los que descubrieron su dormición eterna, su latencia al borde mismo del barranco, orgullosa e impasible, castellana hasta la médula pero con su larvada rebeldía árabe siempre a punto de asomar la garra fiera en tu visita. Y si además vas tras los paso del inigualable Silverio, ese cicerone-orquesta recién premiado por sus paisanos, entonces la 'experiencia Alhama' pasa de ser un baño en la calma macerada por siglos de olvido a esta sonrisa del corazón que paseó aquellas callejas.
Porque Silverio es la sal de una Alhama que sestea. Este indómito alhameño se ha rebelado contra el olvido y, cual Quijote del sur obstinado, cerril, inmenso, se empeñó en convertir un paraje al margen de los circuitos turísticos (que no de los termales, claro) en todo un reclamo para la llegada de autobuses y del jolgorio aún no, afortunadamente, masivo.
Hay un antes y un después de descubrir a Silverio y su Alhama, tal es el derroche de ingenio, saber, cultura, gracejo y reivindicación localista. A nadie deja impasible este historiador del arte que igual pega brincos a la pata coja imitando la entrada a caballo de Isabel la Católica en la plaza, que corre raudo cuesta empinada arriba para volver, también corriendo, a por los últimos rezagados del grupo.
Servicial, te orienta durante toda una jornada por su ciudad o te lleva de caminata por la tarde y a paso ligero hasta la recóndita ermita de la Virgen de los Ángeles y su experiencia secreta además de troglodita. Y, encima, con una sonrisa. Difícil pedirle más a un día de escapasa en el que visitas una iglesia de nada menos que los Bazanes, con ese camarín precursor del que cobija a la Virgen del Rosario del Realejo, y hasta con cripta de monjes incluida; o unas mazmorras inmensas donde aún parece que sufrieran su incomunicado presidio enloquecido los presos, para concluir ante la inmensidad de unos riscos tan casi rondeños como escarpados e intensos.
Volví a esta Alhama dominical y aún así tan viva con un nutrido grupo de entusiastas de este descubrir lugares como los viajeros del diecinueve, esos que aún arriesgaban por caminos no trillados con el espíritu del aventurero palpitante en el pecho.
Y así, todos aplaudimos en merecido premio este encuentro con aquellos pocos que, como Silverio, aún dejan que la pasión oriente su día, tan lejos de las certezas que a la larga abandonamos para rescatar lo que vibra y se agita, para pasar como sucedió del reclamo en el folleto a la experiencia aún no marchita.
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