
La ciudad y los días
Carlos Colón
Tontos del bote y de Harvard
Hace más de mil volúmenes que debí de perder la cuenta de la verdadera extensión de mi biblioteca. Y esa circunstancia ha llegado a producirme como una desazón, una especie de inseguridad interior que no sabría explicar muy bien. Hoy por hoy, pues, no se decir, con ajustada precisión, la verdadera extensión del conjunto de los libros que hay en casa. Y me he dado cuenta de esta situación, en medio de una conversación con otro amigo escritor esta misma mañana, cuando me ha confesado que él no sabe qué hacer con los que tiene, que deben de ser, también, muchísimos porque, hace sólo unos días –me cuenta– se armó de valor y llevó a la biblioteca de su pueblo natal más de quinientos ejemplares de diversas materias y autores, para nutrir, así, una biblioteca que crece menos de lo que él desea. Y que, pasados estos días, se ha dado cuenta de que, tras ese importante regalo bibliográfico, apenas ha variado la situación en su domicilio.
Hace más jornadas, es verdad, también se produjo una conversación similar, en aquella ocasión con el presidente de una entidad académica que me confesaba que, actualmente, son incapaces de aceptar donaciones de bibliotecas, incluso de los mismos miembros de la institución, pues no disponen de espacio físico para colocarlos y ni tan siquiera disponen de economía suficiente como para tener a alguien que los fiche y los vaya colocando en las correspondientes estanterías. Entonces, cuando esa información me llegaba, no fui del todo consciente del problema que se estaba originando.
Ahora vivimos en plena expansión de la bibliografía on line y son muchísimas las personas, especialmente las más jóvenes, que disponen de un aparato ligero y delgado –ebook– con una pantalla luminosa, en el que descargan decenas, si no centenares de libros y los leen cómodamente en cualquier lugar, sin que el peso y la balumba del objeto les pueda molestar en lo más mínimo.
Pero a mí me ha debido de llegar tarde todo esto. Miro a los chicos con su aparatito, plano y ligero, embelecados en la lectura, ¡tan cómodos! Y yo, en cambio y a estas alturas, soy absolutamente incapaz de prescindir de mis amados libros. Es la fascinación irrefrenable por el objeto mismo que, en su conjunto contiene ese universo del saber, que me arrastra a mirarlos en los anaqueles o a acariciarlos, mientras los leo y desentraño su escondido saber, sus infinitos conocimientos, con fruición, con irredento interés. Aunque eso me haya costado, hasta ahora, dos intervenciones quirúrgicas en sendas hernias inguinales. No volveré a hacer una mudanza, un traslado de domicilio. Soy feliz con mis libros, mis muchos libros ¿O no?
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