
En tránsito
Eduardo Jordá
¿Habrá película?
En el corazón de Roma, donde historia y fe se entrelazan en cada esquina, dos almas extraordinarias tejieron una amistad que trascendió los muros del Vaticano. Uno, el Papa Francisco, el Papa humilde, el de los marginados. La otra, la Hermana Geneviève Jeanningros, una monja francesa de las Hermanitas de Jesús. Un encuentro fortuito, un cruce de caminos en medio del ajetreo de la ciudad. La Hermana Geneviève, sonrisa radiante y su espíritu incansable, solía llevar a grupos de personas a las audiencias papales de los miércoles: artistas circenses, personas transgénero, miembros de la comunidad romaní. Olvidados de la sociedad…
Francisco vio en ella un reflejo del amor de Cristo, una mujer que no temía acercarse a los excluidos, a quienes la sociedad prefiere ignorar. Admiraba la valentía de Geneviève, su capacidad para ver belleza en medio de la precariedad, su fe inquebrantable en la bondad del ser humano. La Hermana veía en el Papa un pastor con olor a oveja, uno que tantas veces rompió moldes y protocolos para sólo abrazar un enfermo o consolar un afligido.
En la Plaza de San Pedro, una multitud silenciosa se congrega con lágrimas en los ojos y el corazón lleno de gratitud. Recuerdan al hombre que caminó entre ellos, el que escuchó sus penas, el que celebraba los goles del San Lorenzo, el que un día sí y otro también añoraba Buenos Aires, la ciudad que le vio nacer. El Papa que siendo Papa, se olvidó de dirigir y sólo aceptó servir.
Geneviève, con el corazón afligido, llega a la capilla ardiente en la Basílica de San Pedro. Una larga fila de cardenales, uno tras otro, se acercan al féretro para presentar sus respetos, ofrecer oraciones y condolencias, y unas palabras de consuelo. La Hermana se queda a un lado, en un rincón, junto al féretro.
Allí permanece, en silencio, ojos fijos en el rostro sereno del Papa. No necesita palabras. Tampoco gestos grandiosos. Su presencia es humano testimonio de la profunda conexión que los unía. Con su rosario en la mano, reza en voz baja, recordando las enseñanzas de su amigo, el de sonrisa bonachona y amor incondicional. En medio del solemne desfile de cardenales, ella es un faro de sencillez y autenticidad. Representa a quienes el Papa ha amado y servido. Representa a los pobres, los marginados, los olvidados. Aquella presencia silenciosa es fiel recordatorio del auténtico legado de este Papa.
Dicen que cuando el último cardenal se retiró, la Hermana se acerca al féretro y, con un gesto de ternura, acaricia la mano del Papa. Una paz inmensa. La certeza de que su amigo está en los brazos del Padre. Nunca este hombre que amó sin medida, hubiera elegido mejor despedida…
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