Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
No soy más del siglo XIX porque el Señor no quiere. Mis herramientas de análisis están muy oxidadas, lo que me dificulta entender el Halloween. Uno debe de saber de dónde viene y en qué nicho pedagógico se crio y cómo ha llegado a ser uno mismo. Mi tita, n. 1878, nos cantaba canciones de la guerra de Cuba y les hacía a sus gallinas un tacto rectal para ver si tenían huevo. Mi abuela, n. 1890, enviudó con 24 años, no volvió a casarse, crio sola a sus dos hijos y a cinco de sus nietos, vistió de luto hasta los 82 años en que se compró en los Almacenes la Magdalena de la calle Mesones una blusa de alivio de luto negra con florecillas blancas. Cuando cuatro hombres no eran capaces de poner al marrano sobre la mesa matancera para degollarlo, ella, empoderada, lo cogía del rabo y lo plantaba sobre la tabla, sin perder el resuello. Mi padre, hijo de un cerrajero de la Calle Elvira, ni se sacó el carnet de conducir ni cometió la ordinariez –eran sus palabras– de meter su cuerpo entero en el mar. Iba a todos los sitios en la alsina, andando o en taxi. De ellos aprendí a tratar bien a los camareros y a no poner un mohín de disgusto cuando me dan a catar un vino mediocre. Ni se me ocurre decir que tal Rioja deja en la boca un regusto a no sé qué pollas. En mi casa se consumía un vino con mucha química de unas bodegas granadinas, del que mi padre echaba tres cucharadas a la sopa de fideíllos del cocido para potenciar el sabor. En Navidad, bebíamos sidra champán El Gaitero, famosa en el mundo entero. Viniendo de un nicho tan collejo, mis ancestros se levantarían de sus tumbas si hubiera repartido caramelos en Halloween. Para evitar el enfado de mis difuntos, he colocado en mi puerta este cartel: “Niños, no llaméis, no tengo caramelos”. ¡Jolines, que se los pidan a Marifrán Carazo que ha declarado el Halloween fiesta local! ¡Y se llaman patriotas, incurriendo en estas extranjerías! Bueno, no nos pongamos estupendos, no soy del siglo XIX, del todo. Me manejo bien con el Word y pago en los comercios con reloj. Lo que me da un caché, a nivel usuario de la IA, que me tiene soliviantadas a las cajeras de mi barrio. Su asombro, y la cortesía de un chico de Minnesota que en el tren me subió la maleta al portaequipaje, sin pedírselo, reforzaron mi convicción de que, pese a todo, este es un país para viejos.
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