25 de septiembre 2024 - 03:08

Apenas han pasado sólo unas horas desde que saltó la noticia de que en las costas de Guinea se había encontrado un cayuco, al parecer retornado de alta mar, puro océano, que había embarrancado en las arenas de no se qué playa, con treinta y ocho cadáveres abordo, en avanzado estado de descomposición. Una estampa que superaría a buen seguro la prodigiosa imaginación de Dante, en el infierno de su Divina Comedia. Esta información es de enorme trascendencia humana, toda vez que es una nueva, una más que viene a sumarse a la inmensa tragedia emigratoria que se vive en África en muchos países de aquel continente desgraciado, que no es sino tierra objeto de inconfesables ambiciones de quienes, por su origen y su religión, debieran de practicar una moral que les impidiese practicar esos comportamientos despreciables por inhumanos, que han caracterizado la historia de ese continente, verdadera tierra de nadie, en el que la vida campa desprotegida de cualquier derecho. En cualquiera de los estados de aquel continente –que son entre 50 y 60, según interpretaciones del derecho internacional– puede experimentar un estallido revolucionario, según conveniencia de alguien con suficiente fuerza, que nadie intervendrá realmente, si no se le molestan intereses particulares. Por lo demás, aquello es tierra vendida.

El continente europeo es tres veces menor en territorio que África. Sin embargo, tradicionalmente en aquel se han venido “cociendo” los intereses africanos desde tiempo inmemorial. España, por ejemplo, tuvo tierras reconocidas con rango de provincias en el Sáhara, Ifni, Fernando Poo y Río Muni. Las cuatro fueron literalmente abandonadas por el estado español, regido entonces por cobardes gobernantes que –esto creo que nadie lo ha dicho y no se por qué– traicionaron a lo que se consideraba el “suelo patrio”, desmilitarizándolo y dejando a sus habitantes a su suerte, a su poca suerte, generando, incluso, un conflicto de dimensiones internacionales que supuestamente dejó resuelto alguna resolución de la ONU, circunstancia que fue absolutamente inútil, como la propia organización internacional.

Europa, todos los países europeos desean vivir en medio de una absoluta y cómoda normalidad que consiste en que sus fronteras sean del todo inviolables, mientras al otro lado de ellas los demás semejantes, los otros seres humanos, mueren acuciados por el hambre y las enfermedades que en occidente hace tiempo que fueron erradicadas. Hay que pensar que todo lo que nos sobra, mientras haya necesidad en otro lugar de este mundo compartido, es que no es nuestro, pertenece a los que mueren de hambre y de sed de justicia.

África –como algunos otros lugares– es el espejo donde se mira la vergüenza humana. Soy de los que piensa que el mundo lo hizo Dios para todos, porque todos somos –creyentes o no– hijos de Dios. ¿O no?

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