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Rafael Sánchez Saus
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Como muchos, yo también fui uno a los que no agradó la elección del cardenal Ratzinger como Papa, en el cónclave de 2005, para suceder a aquel titán que fue Juan Pablo II. Pesaba, sin duda, aquella imagen distorsionada como de panzer perseguidor de ovejas descarriadas, el último bastión de ese órgano casi tenebroso como era el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, y que le daba ese perfil duro que le acompañó en su dilatada misión junto al papa Woytila.
Fue sin embargo nuestro recordado Cardenal Amigo el que nos puso primero en la pista de otra forma de ver y reconocer la obra del padre Ratzinger, ya Benedicto XVI, cuando cierto día le escuchamos decir que el nuevo Papa no sustituye al anterior, sino al primero de ellos, y lo que ocupa verdaderamente es el sitio de Pedro. Después, fuimos adentrándonos en su ingente obra, la teológica y la ensayística, para descubrir una mezcla de inteligencia, cultura y sensibilidad que nunca hubiéramos imaginado. Y así, donde antes veíamos al guardián de la ortodoxia, ahora encontrábamos rigurosidad y criterio; donde dureza de pensamiento, profundidad en el análisis; donde dogmatismo, diálogo sincero. Su primera encíclica, Deus Caritas Est (Dios es amor), publicada en su primer año de Pontificado, es posiblemente lo mejor que se ha escrito en las últimas décadas por un Papa.
Como suele ocurrir con los papados largos, la Iglesia que se encontró Benedicto XVI no estaba exenta de problemas, y quizá precisamente por ello, los cardenales delegaron en él la misión de reconducirla. Y lo hizo aplicando sus conocidas virtudes de disciplina y rigor hasta que la avanzada edad (fue el más anciano en el momento de la elección) y una prudencia nunca valorada le llevaron a apartarse a un lado en una decisión que, por desconocida, quizá haya marcado sin pretenderlo un nuevo tiempo en la Iglesia.
En la hora de su muerte, no paran de sonar repetidos calificativos como intelectual, teólogo o filósofo. Como ocurría con su coetáneo el cardenal jesuita Martini, elector de referencia en el mismo cónclave, no deja de ser un lujo tener al timón de la barca de Pedro a alguien capaz de codearse con gente como Habermas o Küng. Yo prefiero quedarme, sin embargo, con el de papa humilde, como él mismo se calificó en la balconada de San Pedro, justo cuando empezaba el magisterio de un Papado que, seguramente, será tanto más reconocido cuanto más pasen los años.
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