
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
No queremos reyes
Los dueños de la escritura solían escribir cosas muy buenas de sí mismos y, si les interesaba o convenía, muy buenas de otros, con la esperanza de recibir un trato recíproco. También podían decir las cosas más terribles del adversario, no de sí mismos, porque nadie está obligado a hacerlo, que ya lo hacen los demás. Siguiendo el modo religioso, entre ellos se tildaban de imprescindibles o, incluso, de inmortales. Querían tener la pluma de Dios o su cerebro. Crear como Dios, inventar como Dios, escribir como Dios, sermonear como Dios, anatematizar como Dios, suprimir como Dios, pontificar como Dios, iluminar como Dios. Blogueros de arrabal, tribunos, expertos, tertulianos, columnistas, científicos, poetas, filósofos, inventores, dueños de las palabras, de las fórmulas y de las cifras, impusieron, cada uno en su parcela, un canon, un filtro, las pautas de la excelencia. El labrador que conseguía una cosecha espléndida de patatas y la vendía a buen precio, lo comentaba en el pueblo, pero no salía de ahí. La excelencia del labrador dependía de cada cosecha. Los dueños de las palabras soñaban con ser inmortales. Aspiraban a esa insignificante apariencia de eternidad que es la fama. Y una vez que pertenecías a una de las categorías detallada más arriba, disfrutabas como de un prejuicio de bondad o de belleza. Pero, sin embargo, se podía encontrar en muchos de estos personajes –y si se tercia, en todos nosotros–, un patrón sicológico y vital que nos habla de su mitomanía, egocentrismo y doblez. Y, pese a que lo corriente era oírlos afirmar que con sus acciones buscaban el bien de la humanidad, sus vidas concretas eran un ejemplo de todo lo contrario. En la lista de este tipo de personas los había muy asociales: los que despreciaban a sus prójimos, los que humillaban a las mujeres y, los que, a pesar de considerarse de izquierdas, menospreciaban a los trabajadores. La novedad que se va imponiendo en nuestros días es que los malos no quieren aparecer como buenos. No voy a hacer una lista de los prepotentes locos que, dueños de la mentira y de sus lanzaderas, disfrutan con que sepamos que les importamos un bledo y que su excelencia consiste en hacer lo que les da la gana, sin canon ni ley, y que, además, disfrutan con que lo sepamos, porque, para ellos, media humanidad es prescindible.
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