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Muchas veces se da en nuestra vida la misma escena: rodeados de series y películas que bailan en la pantalla al compás de nuestros dedos, pasamos minutos embobados sin saber elegir, como asnos de Buridán, hasta que apagamos la tele o nos ponemos alguna basurilla que veremos sin convencimiento ni entusiasmo y que pocas veces acabará sorprendiéndonos.
Yo vengo a sugerirles la obra de dos directores a los que Scorsese, profundo admirador de sus películas, ha dedicado un reciente documental: Michael Powell y Emeric Pressburger. Powell y Pressburger, inglés y austrohúngaro, formaron uno de los más importantes binomios de la historia del cine. (Mi amigo Arturo Hacha, presentador del podcast de cine Anochece que no es poco, dice que el nombre ideal para una hamburguesería sería ese: Powell y Pressburger.)
Descubrí a Powell y Pressburger en una lista de grandes películas que encontré en un perdido blog de cine, confeccionada por Paul Schrader, el atormentado guionista de Taxi Driver. Allí colocó Las zapatillas rojas, la trágica historia de una bailarina que se debate entre su amor por un joven compositor y su carrera como estrella del ballet. Es un cuento clásico de Andersen, parodiado incluso en Los Simpson, y su adaptación al cine resulta hoy algo trasnochada y alienígena, hija de un tiempo muy distinto al nuestro, muy lejano y, a veces, muy añorado, lleno de entusiasmo, de colores satinados, de sobrecogimiento. La he visto cuatro o cinco veces, la última en la sala Azcona de la Cineteca de Madrid, esa especie de caja de mimbre gigante en la que todo adquiere un tinte levemente mágico. Sobra decir que es una de mis películas favoritas.
La obra de estos dos hijos de un mundo ya muerto está bañada de un sentimiento religioso de la vida y de la muerte y la belleza. En todos sus filmes hay, al menos, un momento de arrobo o de revelación, y en los de color, como Narciso negro o Vida y muerte del coronel Blimp, los blancos, los azules o los rojos estallan al modo en que lo hacen en otra de las grandes películas de su época: El río, de Renoir. La suya es, en fin, una forma de hacer cine llena de juegos de luz y trucajes, artesanal e inquieta y perdida quizás para siempre.
Si tienen cuenta en Filmin y tienen también ganas de hacerme caso, prueben a pasar una de estas noches de calor imposible a la fresca lumbre de alguna de estas viejas películas, tan raras, tan aburridas, tan inolvidables.
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