Juzgando al Santo Padre

Han sido siete los Santos Padres que han vivido durante los años desde que yo nací, cada uno con su carácter, su particular modo de ser y obrar, pero todos, Papas y Pueblo de Dios, también, con un denominador común, un denso y compacto conjunto de creencias que se contienen, todas, en la proclamación de la fe cristiana católica, esa que los católicos decimos al comienzo de cada celebración del santo sacrificio de la Misa: el Credo, la esencia de lo que creemos.

El Credo quedó promulgado por vez primera en la Iglesia Católica en el primer tercio del siglo IV de nuestra era –entre los años 300 y 324– en el Concilio celebrado en Granada, el llamado Concilio de Elvira o Concilium Eliberritanum, pues Granada se llamaba entonces Florencia Iliberritana, probablemente la ciudad más importante de la provincia Bética romana tardía, que desarrollaba su presencia urbana sobre el mismo suelo del barrio que hoy es conocido con el nombre árabe de Albaicín. Aquí, pues, se reunieron diez y nueve obispos, veinte y seis presbíteros –sacerdotes– y un número indeterminado de diáconos y laicos bautizados. Los obispos vinieron de diferentes lugares de la península ibérica y uno de ellos, llamado Osio, que era el prelado responsable de la iglesia de Córdoba, propuso y dio forma definitiva al conjunto de creencias que definieron para siempre la fe católica, la fe cristiana y universal que hoy se derrama por todas las direcciones de la rosa de los vientos.

No deja de ser interesante la circunstancia que supone la fe inconmovible de la Iglesia a través de los siglos, hasta hoy. Independientemente de los llamados “misterios de fe” promulgados por los diferentes Santos Padres, hasta Francisco I, pues se han sucedido 264 Sumos Pontífices –excluidos los antipapas– que, en esencia han defendido y difundido las mismas trascendentes creencias que constituyen la fe católica.

Sin embargo, cada uno de los de esta larga nómina, denominados, indistintamente, Jefe de la Iglesia Católica, Santo Padre, Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, Obispo de Roma, Sucesor de Pedro o Siervo de los siervos de Dios, cuando se han producido sus respectivas muertes, han sido objeto, a veces de forma inmisericorde, de una suerte de juicios populares que se han ido materializando en sus respectivas biografías, igual que en el caso de los monarcas temporales. Y se les ha solido dar, tras ese juicio, un sobrenombre que los defina y califique. Yo, pidiendo para él el premio de los cielos, llamaría a Francisco el Papa de los pobres más lejanos ¿O no?

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