Rosa de los vientos
Pilar Bensusan
Érase una Navidad
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Aun considerándose generalmente un sentimiento poco racional y éticamente detestable, algunos encuentran en el odio aspectos útiles y motivos de disfrute. Argumenta William Hazlitt –El placer de odiar (1826)– que “hay una secreta afinidad, un ansia de mal en el espíritu humano, que siente un perverso, pero delicioso placer en la maleficencia, fuente infalible de goce”. Entiende, además, que el bien puro acaba siendo insípido, falto de variedad y, al cabo, aburrido. Concluye Hazlitt que “el dolor es un agridulce que jamás harta. El amor –añade– a poco que flaquee, cae en la indiferencia y se vuelve desabrido: sólo el odio es inmortal”. Tal idea, presente también en Nietzsche o en Cioran, siendo moralmente inaceptable, es visible en la realidad y se resiste a ser negada.
En lo personal, indica Noemí López Trujillo, el odio nos permite acurrucarnos en los brazos de la hostilidad, pero sin recurrir a la violencia bruta. En lo comunitario, el hater, elegante y elocuente a diferencia del trol, empuja a la sociedad hacia la excelencia. Razona de nuevo Hazlitt que “parecería que la naturaleza se hubiera construido de antipatías, pues sin nada que odiar, perderíamos toda gana de pensar y actuar”. En cambio, el filósofo Javier Gomá asegura que es el ejemplo positivo el que interpela y obliga a un sujeto a responder de su vida y de sus acciones. Según él, el talento cercano nos deja en evidencia. Así, “en el odio anida un gran complejo de inferioridad camuflada”. Lo difícil, arguye, no es odiar, sino mantener el idealismo y el entusiasmo en un mundo y en una cultura que conspiran para que se disipen las ilusiones.
Sea como fuere, el odio nos acompañará siempre. Emociones como la inquina, el resentimiento o la ira aparentemente proliferan en este hosco tiempo nuestro. El modelo marxista, hoy redivivo, reconvierte el odio en un instrumento de justicia, de reparación de la dignidad ultrajada. Hasta la ciencia especula ya con la hipótesis de que aquel, en perspectiva que intuyó Empédocles, sea indispensable para la supervivencia de nuestra especie.
Enseñaba Buda que odiar es como tomar veneno y esperar que la otra persona muera. En la dialéctica del bien y del mal, al menos para cuantos la aceptamos, no hay duda alguna de lo dañino del odio. Pero siendo tan históricamente constante y tan universal, quizá errara Chéjov: el odio no sólo destruye el mundo, sino que acaso, de algún modo, también lo construye.
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