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Acababa de terminar la carrera de Historia cuando cayó en mis manos un ejemplar de El ideal andaluz, la obra mayor de Blas Infante. Debía ser hacia 1978 o 79, en plena eclosión andalucista. Recuerdo mi decepción. Lo único claro y positivo que podía extraerse de aquel texto era su amor por esta tierra, pero eso era tanto como nada, ya que la Andalucía que Infante amaba y recreaba era algo sin existencia real, un fantasma que ni siquiera sirve para hacerse cargo de los problemas andaluces de entonces, para los que era sorprendentemente ciego. La Andalucía de Infante era lo que hoy llamaríamos un constructo, algo sin existencia en el plano histórico, social o cultural, un compendio venenoso y victimista de los tópicos románticos que tanto daño nos han hecho al perturbar definitivamente, dentro y fuera de Andalucía, la percepción de lo que verdaderamente fuimos y de lo que podemos llegar a ser. En 1915, fecha de edición de El ideal andaluz, la historia medieval de España, sobre la que pretende asentarse la alucinada visión de la Al Andalus que Infante creía matriz de Andalucía, estaba ya experimentando la gran renovación de la que fueron estandarte nada menos que Menéndez Pidal y Sánchez Albornoz, una historia hoy en buena parte superada, como es lógico, pero todavía respetable. Por supuesto, la ensoñación pseudoandalusí de Blas Infante ignora todo eso. Del resto de la monumental patraña andalucista, ya no es responsable.
Nadie se acordaría de Blas Infante si no hubiera sido asesinado el 11 de agosto de 1936. Por supuesto, por el bando nacional. De lo contrario, tampoco. Blas Infante compartió suerte con muchos miles de andaluces que en esas semanas y en los meses y años siguientes fueron inmolados por motivos aún menores de los que a él le condenaron. En un lado y otro, como era archisabido hasta hace bien poco y reconocía cualquier persona decente. Esa muerte innecesaria e injusta, sobre la que no ha habido mucho interés en investigar pero que arroja una acusación perpetua sobre uno de los contendientes, sus hijos y nietos, fue el aval imprescindible para convertirlo en Padre de una Patria (hoy Matria según los bobos podemitas) andaluza a la que, propiamente, no aportó nada salvable. La tierra de Trajano, de Isidoro, de Averroes, de Velázquez, de Bécquer, de Lorca o de Picasso tiene como presunto Padre a un pobre notario de pueblo que tuvo la desgracia de estar ahí un 11 de agosto.
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