El Papa jesuita

Se nos ha muerto Francisco y hay dolor en el mundo por la pérdida de un guía de la Iglesia que se ha dejado la piel (o la vida) en hacer aquello para lo que le llamaron.

Arrancó su pontificado con una petición insólita en un contexto ya inusitado de por sí de tener por casi primera vez dos Papas vivos y coaligados. Al asomarse al balcón y al vértigo de la Plaza de San Pedro, acertó a decir: “Rezad por mí”. Veía que se le venía encima una descomunal tarea y que ser el primer Papa de la periferia no era mera casualidad sino una muy sabia acción del espíritu que siempre sopla en Roma en cada certera elección del sucesor de San Pedro.

Había mucho por hacer. La pederastia galopante, lacerante, ignominiosa, de tantos miembros del clero sobre víctimas confiadas ya empezaba a ser un secreto a voces que no se podía ocultar más; las cuentas sin un control férreo que alguien tenía que encarrilar; asuntos turbios como los soplos a la prensa desde el propio círculo más cercano a Benedicto XVI; luchas de poder e intrigas; y un Papa (saliente) más intelectual que de acción que se vio incapaz de imponerse al férreo control de la curia, ese ejército de sacerdotes y dignatarios poco amigo de cambios que les moviera la silla y los privilegios eran asuntos ya demasiado graves como para seguir mirando hacia otro lado.

De otra parte, una sociedad alejada de una Iglesia en la que no encontraba el consuelo a los males reales de hoy. Y entonces llegó Bergoglio.

Tenía que ser un jesuita. El primero que se sentaba en la silla de San Pedro. Y con el carisma de la Compañía de Jesús de una firmeza a prueba de todo en los compromisos y los principios y una flexibilidad en las formas siempre abiertas al diálogo con la sociedad y entre razón y fe, piedras angulares de la orden creada por San Ignacio de Loyola.

Así, Francisco, afrontó asuntos difíciles como la homosexualidad o el divorcio, aunque más tibio de lo que muchos esperaban, sin contentar finalmente a nadie.

Solo con abrir esta puerta de los cambios ya ha sido mucho. Porque hacía falta renovar la Iglesia y hacerla menos jerárquica y más grupal dando paso a mujeres y laicos; porque había que rescatar ternura y dejarse de teologismos y tenebrismos para resucitar desde lo esencial, como ese Jesús que justo ayer demostraba que sólo en el renacer encuentra sentido una Iglesia de dos mil veinticinco años de vida.

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