En tránsito
Eduardo Jordá
Linternas de calabaza
En agosto los pueblos costeros se convierten en unas calcomanías de sí mismos. No son ellos. Se disfrazan y llegan a perder toda su personalidad. En este mes en el que se disuelven voluntades y es tan propicio a las incomodidades, los bochornos y los sablazos, pasar unos días en la costa supone un todo un reto para comprobar tu capacidad de sacrificio al desplazarte a un lugar al que va la multitud. Desde hace muchos años suelo pasar los veranos en La Herradura, que en agosto pierde su calificativo de ‘paraíso’ para convertirse en un espacio en el que es difícil convivir. Los vecinos y veraneantes que tienen allí residencia vacacional se quejan de la permisividad y el relajamiento de las autoridades ante lo que ellos consideran un atropello a su derecho fundamental en verano: el descanso. En la bella bahía de La Herradura las muchas motos náuticas que la recorren emiten un zumbido tan insistente y desagradable que tienen a media vecindad sin poder dormir la siesta, algo muy sagrado en estos días de laxitud extrema. Los vecinos también se quejan del enorme trasiego de tractores que trasladan barcos, yates y demás embarcaciones de recreo que provocan las molestias y los ruidos necesarios como para odiar los momentos del día en que se produce este trasiego. La tractorada la llaman. Eso sin contar con la gran cantidad de negocios que han surgido en la bahía relacionados con el alquiler de kayak o el buceo. Coño que estás nadando, tocas algo liso y viscoso y resulta que es un buzo. En La Herradura hasta hace poco había solo cuatro o cinco chiringuitos, los tradicionales. Ahora hay doce o trece que empiezan siendo de quita y pon (que es como exige la ley) y terminan por convertirse en construcciones permanentes. Los fines de semana, La Herradura se convierte en un inmenso botellódromo en el que los barrenderos tienen que hacer horas extras para limpiar los escenarios de la juerga: botellas de vidrio rotas, restos de comida basura, vomiteras… Si a todo ello sumamos esa paella que te ponen que haría llorar a un valenciano y esas dolorosas que pueden provocar un ictus al que la recibe, convierten el lugar en algo poco propicio para el reposo o el sosiego. Y a pesar de todo en agosto es muy difícil encontrar allí un sitio para comer o echar tranquilamente una cerveza. Un herradureño dueño de un negocio hostelero me dice siempre con cierta sorna: “Cuando peor os tratamos más venís por aquí”. Y no le falta razón.
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