
La ciudad y los días
Carlos Colón
Pasiones, prejuicios y Semana Santa
No nos engañemos, a la ‘crema de la intelectualidad’ nos gustaría poner a las masas a leer a Homero, a ver una comedia de Aristófanes, a averiguar qué hizo Hegel por el Realejo y, más que nada, a devorar cuanto escribimos. Miramos con envidia y con arrogancia todos aquellos movimientos del gentío que se alejan de lo que nosotros entendemos como Cultura. Pero ahí están, ahí están las masas apuntadas a otras formas –tan eficaces como las nuestras– de ‘alienarse’ ante el asombro de haber nacido y el pavor al trance ineludible. Me imagino la frustración que sentirán los sacerdotes católicos al verse relegados en la celebración puntera de su franquicia, la pasión de Cristo, a ser meros figurantes en ese alboroto, como de kale borroka, que toma esta semana avasalladoramente las ciudades. Obliterados, los clérigos, por floristas, bordadores, orfebres, imagineros y fanáticos del fitness. Por fisioterapeutas, sastres, cereros y por la fiebre de los amantes primaverales. El público –actor y espectador de la obra– se pirra por imitar a los antiguos señoritos rurales y por montárselo como el don Guido de Machado. Y compiten para que sus titulares, sus cristos, vírgenes, angelotes y angelillos, palios, pasos y cirios sean los mejor bordados, los mejor labrados y los mejor bailados de la función. Subrepticiamente, una nueva religión –una nueva forma de ‘religarse’, de ‘amasarse’– nos ha crecido sobre las ruinas del nacionalcatolicismo. De la misma manera que las catedrales se alzaron sobre las mezquitas árabes derruidas. Sobre el lacerante dolor de un hombre martirizado y crucificado, los fieles de este nuevo rito alzan sus catedrales del disfrute. Porque tenemos miedo a morir y porque nos gusta disfrutar de la vida, envueltos en la orgía de la multitud, experimentamos la misma sensación de eternidad que cuando nos arrebata un amour fou. Quizá no haya más eternidad que esa y, si la hay, será monoteísta. Unamuno, en un espléndido soneto –La unión con Dios– expresa el temor a que en el cielo su ego (“ese terrible yo por el que muero”) no tenga nada que hacer, subsumido en el ego infinito de Dios. Las cofradías pueden no pasar la ITV divina, si el Altísimo se malicia que en ellas se dan averías idolátricas. Su furia la conocemos por las Escrituras: Él es muy Absoluto. Y detesta la competencia.
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