Pensar en Europa

Brindis al sol

En estos días, rodeados de angustiosas noticias políticas, sorprende, si se mira, un siglo hacia atrás, la gran cantidad de libros que se escribieron entonces, profetizando el desastre que se avecinaba con una primera Guerra mundial, a la que sucedió otra, apenas dos décadas después. Sorprende, en efecto, en esos libros, tantas llamadas a la cordura, aunque no lograran detener la sangre que se iba a derramar. Páginas escritas con el negro presentimiento de lo que podía venir o con la mala conciencia de los millones de muertos caídos en tantos años de trincheras. Con aquellas letras impresas –una voluntariosa epopeya ganada al odio– no se consiguieron paralizar tanques ni máquinas de guerra, pero se pusieron los cimientos de una nueva Europa. Solo por eso, merecen ser recordados unos escritores que entonces respondían con orgullo al apelativo de intelectuales. Sus escritos tuvieron que sortear el peligro tanto del extremismo ideológico como de los nacionalismos creadores de fronteras. Por ello, en estos últimos meses, algunas instituciones civiles europeas han sentido una cierta nostalgia por los compromisos, críticas y opiniones que aquellos intelectuales lucharon por difundir. También han captado que, en proporción, ahora habría que alentarlas para que escriban sobre este momento europeo, de nuevo lleno de desconciertos. Y, por ello mismo, se ha recordado un libro, La Montaña mágica, su autor, Thomas Mann, y su escenario, un sanatorio en los Alpes, como la mejor formar de evocar aquella vieja entrega colectiva de tantos autores europeos. En La montaña mágica, sus protagonistas, que compartían una serie de afinidades intelectuales, mientras se recuperaban de sus crónicas enfermedades, discutieron sobre las cuestiones que les inquietaban y formularon los esquemas para poder de nuevo ilusionarse de ser europeos. Lo que en Thomas Mann había sido una ocurrencia literaria, ha sido recuperada como un modelo imaginativo para provocar un nuevo y simbólico encierro intelectual, pero esta vez voluntario. Han buscado así, a una serie de intelectuales para que polemicen, intercambien ideas y luego las difundan por escrito. Y el ejemplo ha cundido. Alentadas por las actuales circunstancias políticas, varias sociedades civiles centroeuropeas han elegido hoteles e intelectuales, y los han encerrado metafóricamente para que piensen, cosa que en estos momentos parece misión indispensable. Thomas Mann, desde su tumba, debe sentirse deslumbrado de la fiel continuación que se ha dado a su novela. ¿Quién se atreverá a promover algo parecido en España?

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