Pickwick: elogio de los traductores

La ciudad y los días

07 de diciembre 2024 - 03:07

Una de las muchas mentiras que a fuerza de repetirse pasan por ser verdad, emponzoñando una actividad admirable, sacrificada y necesaria, es la de “traduttore, traditore”. Tan cierto como que lo ideal es leer a los autores en su lengua original es que nadie, por muy políglota que sea, domina todas las lenguas de la antigüedad y el presente. La labor del traductor es esencial en la historia de la cultura desde que en el siglo III a. C. Ptolomeo II mandó traducir el Pentateuco al griego a setenta y dos sabios –de ahí que se conozca como la Septuaginta o Biblia de los Setenta– asesorados por estudiosos judíos que llamó a Alejandría, o el coetáneo Livio Andrónico tradujo Homero al latín, hasta la última traducción que hoy nos permite leer autores cuyas lenguas desconocemos, pasando por la traducción de la Biblia al latín en el siglo IV por San Jerónimo, patrono de los traductores, o al español por el jerónimo convertido al protestantismo –santos y herejes traductores de la mano– Casiodoro de Reina, cuya Biblia del Oso fue publicada en Basilea en 1569.

Dicho sea en homenaje a José Méndez Herrera (1904-1986), primer traductor español de las obras completas de Dickens que Aguilar editó entre 1948 y 1952, ayudado por otro gran traductor, Armando Lázaro Ros (1886-1962), que tradujo Tiempos difíciles y algunas obras breves (a él hay que agradecer, también para Aguilar, la traducción de las obras completas de Conan Doyle).

Releo estos días de alhucema la deliciosa traducción que Méndez Herrera hizo de Los papeles póstumos del club Pickwick en la edición de Aguilar que me acompaña desde hace 53 años. Su primer traductor fue Pérez Galdós, que lo tradujo del francés en 1868 –con 24 años, la misma edad que tenía Dickens cuando la escribió– para su publicación por entregas en La Nación”, con más entusiasmo dickensiano –cuando vio su tumba en Westminster escribió: “contemplé aquel nombre con arrobamiento místico: consideraba yo a Carlos Dickens como mi maestro más amado”– que acierto. Se considera la mejor la del gran José María Valverde para Planeta en 1963, que he leído muchas veces. Pero la mía, por ser la primera que leí, por tener en las manos aquel volumen de Aguilar que ha ido envejeciendo conmigo, es la de Méndez Herrera que releo estos días, víctima feliz, como escribió Cortázar, de “esa recurrente nostalgia de Pickwick que me asalta cada tantos años”.

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