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Mi madre me plantó hace 70 años en el terreno fértil de la imaginación. Para que me estuviera quieto mientras me despiojaba, me contaba cuentos fantásticos de brujas, enanos y niños que se perdían en el bosque. Ella no sabía leer, pero guardaba en su cabeza decenas de historias que le habían contado su madre y su abuela. Desde muy pequeño ya me encantaba imaginar situaciones y cuando cumplí diez años empecé a escribir un diario en una libreta que me regaló mi tío Andrés. Pero al poco tiempo comprobé que casi todos mis días eran iguales y que no me pasaba nada comparado con los personajes que se inventaba mi madre. Así que empecé a provocar situaciones solo para escribir algo diferente cada día en mi libreta. Un día provoqué un chico gordito que pasaba por ser un pegón. Me metí con su gordura y él me dio un puñetazo que me rompió el labio. Me dolió bastante, pero valió la pena porque escribí en mi diario un texto precioso. Me acuerdo que en el seminario le dije un día al compañero que tenía la litera que me había enterado de que una chica de las filipenses se había enamorado de él. Era mentira. Lo hice solo por poder describir la cara de alegría bobalicona que se le había quedado con tal noticia. Cuando llegó la hora de enamorarme, lo hice de una chica muy bella y de una clase social muy superior a la mía con las que no tenía opción alguna de ser correspondido. Además, era un amor de esos que llaman platónicos. Yo sufría con aquel enamoramiento imposible solo para escribir en mis páginas íntimas el intenso dolor en el alma que provocan estas situaciones. Como la aflicción que Werther sufría por Charlotte. Estaba convencido de que en la buena literatura (y en el periodismo) tenían más tirón los dramas y las tragedias humanas que las historias felices o las buenas noticias. En la mili me metieron en el calabozo durante 15 días. Un colega me prestó El laberinto de la cripta embrujada y El misterio de la cripta embrujada, dos libritos de Eduardo Mendoza que me ayudaron mucho en el trance carcelario. Los leí hasta tres veces cada uno. Desde entonces no soy capaz de escribir nada si no pienso en arrancarle al lector una sonrisa o una emoción que le haga olvidar, aunque solo sea por un segundo, la tristeza que puede provocar la misma vida. Mi madre me plantó en la imaginación. Y aquí sigo, pero ahora desde el lado amable de la vida.
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