En tránsito
Eduardo Jordá
Linternas de calabaza
Podrían ser centenares los textos a reunir de otros tantos escritores españoles, sobre el arte del toreo. Y si bien, por lo que he podido leer en mi afición a este doméstico asunto, triunfarían –no sólo en número, sino en poderosos argumentos, también– los que defienden la lidia de estos brutos, no se puede ni se debe obviar que, desde siempre, ha habido detractores tan hábiles con la palabra como con sus razonamientos. Pero ahí lo tenemos, el toreo, que se transforma en arte cuando se produce la tauromaquia, arte y experiencia a la vez, mezcla de duende y pálpito sobre un suelo de arena en el que se desliza, en danza frenética y elegante, la muerte, envistiendo a la vida esquiva, en medio del miedo, la gloria y la belleza, una mezcla casi imposible en otras cualesquiera circunstancias.
En esta Granada, que ha tenido sucesivas tres plazas de toros –en ocasión dos simultáneas– sí es cierto que la afición debe tributo y reconocimiento a muchos y muy diversos hombres –y alguna mujer, también– que han destacado en el llamado “planeta de los toros”, empuñando con mano firme y sabia brillante estoque y jugando, en el aire de la tarde, una sutil danza con la muleta roja de sangre, sabiendo engañar con innegable maestría la negra carga de muerte, acurrucada –agazapada– en la cuna, entre las astas temibles de la bestia.
Pero, asimismo, no es menos verdad que el poeta más grande de tiempo contemporáneo y profundo dramaturgo, cual fue –cual es– Federico García Lorca, llevó entre sus letras el elogio más luminoso hacia el arte de los toros. Y no sólo en el tremendo y arrebatador Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, elegía taurina por antonomasia, sino a lo largo de toda su producción poética, teatral y ensayística. En cierta tertulia, dijo el poeta de Granada: “El duende en los toros adquiere sus acentos más impresionantes porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo; y, por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta. El toro –dijo– tiene su órbita; el torero la suya. Y entre órbita y órbita, un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego”. Es una definición grandiosa, sintética y magistral al tiempo, propia de un genio con la emoción y el sentimiento.
Granada ha determinado hacer –aunque algo tardío, pero feliz, siempre– público homenaje a su poeta y dramaturgo universal. En El Corpus Granada va a vestir la plaza de toros de Federico, sabrá, seguro, llenarla de risas y de pasión, de silencios y latidos contenidos bajo miradas de plata de redonda luna lunera, hojas verdes de parra fresca con meriendas escondidas y dibujos entrañables de figuras imposibles. Hay que felicitar a la empresa de la plaza y a la Fundación del Toro de Lidia. ¿O no?
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