La esquina
José Aguilar
Un fiscal bajo sospecha
Supongo que todos hemos constatado que el precio de mantenerse vivo hoy en día, vestido, más o menos saludable y algo aseado cuando la ocasión lo requiere se ha vuelto cosa de gente pudiente o con contactos, de esa que hasta puede aceptar las herencias y cosas por el estilo. Porque al común de los mortales que rondan el salario mínimo nadie sabe bien cómo lo harán para alcanzar el fin de mes sin una desnutrición galopante o mareos del hambre. Lo de ser pobre se está volviendo sinónimo de tener trabajo, ese bien que ya no garantiza para nada una vida digna. Para nada.
Porque si al sueldo tipo (entre mil trescientos y dos mil) le quitamos esos alquileres de la infamia que se están consintiendo ya va la cosa más que torcida. Se diría que la normativa de alquileres la hacen los familiares directos de constructores y rentistas, porque si no es imposible entender que tengas que aportar para vivir en un sitio tirando a pequeñito y en el extrarradio casi la mitad del sueldo y luego los suministros. De locos.
Con el suelo más o menos asegurado empiezas a sumar sin ver el final del túnel. Vas contabilizando gastos de transporte (lo del coche acabará también de alquiler vacacional, ya verán), de niños (otro lujo que muchos ya se querrían poder permitir), algo de ropa, una cervecita casi pidiendo perdón y con lo que te quede de calderilla en el bolsillo vete tú al súper a ver qué te puedes llevar a casa.
La fruta prohibitiva con subidas casi diarias; la carne ni te cuento, ya lo saben, con precios que parecen más bien de Suiza pero sin aquellos sueldos; y, bueno, como no tires de cosas básicas que te cocines tú mismo (arroz, garbanzos y así) igual te vas de vacío y sólo habiendo logrado respirar la comida por todo alimento. Algo es algo, que es un consuelo.
De lejos igual escuchas el triunfalismo de políticos que se felicitan de esto y de lo otro por la tele. Bueno. Siempre lo han hecho, es parte de su sueldo. Y con la gazuza en la tripa te preguntas cómo es que teniendo trabajo a jornada completa con sus catorce pagas no te da para casi nada. Bueno. Mejor dar un paseo y sentarse en un parque, ver el regalo de tener un cielo y esas nubes ya otoñales. Te consuelas. Porque después de hacer tantas cuentas imposibles igual hasta te percatas de que siempre te quedarán las migajas de las palomas, esas ricachas tan glotonas.
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