Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Por libre
Las mañanas del sábado siempre traen sorpresas. Es un tiempo cuasi laboral a punto como estás ya de zambullirte del todo en el fin de semana pero aún en modo semiprofesional.
Será por eso que al pasar por la plaza de Santo Domingo, corazón espiritual del barrio, no pude por menos que pararme con el resto de viandantes a observar la corte de invitados que esperaban a que fueran las doce para que llegara la novia a la ceremonia y en coche de época. Todos en su sitio conformaban el cuadro perfecto de esas pocas bodas elegantes, distinguidas y, por eso, sin excesos ni en el vestir ni en las maneras de los invitados donde los chaqués y los trajes largos daban cuenta de que aquella era una celebración del amor de las que gusta quedarse mirando por el buen corte de los trajes, la caída de los gabanes, algún que otro sombrero o alguna alegría con sordina de pompones en los zapatos. Da gusto comprobar que el buen gusto aún tiene su refugio en provincias, lejos de la horterada instagramera de los bailes de perreo de novias ante la mirada cariacontecida de unos novios que no saben dónde esconderse.
Satisfecha la curiosidad, deambulé por el barrio que estaba de mercadillo en plena calle Molinos, a sólo unos metros. En la batukada saludé a una alumna de escritura; en los puestos de calle a mi amigo Gabriel, ese Vitrubio venezolano que es aquí tan bien venido. Alegría, bullicio y colorido. En el Campo del Príncipe había puestos que se unían por un día para reivindicar que el barrio de los greñúos no se rinde como otros aún más turísticos, porque aquí hay gente con conciencia de ser vecinos más allá de vivir a unos pocos metros. Se siente uno bien habitando en lugares así, donde se lucha por vivir sin la invasión constante de gente de paso que tan poco dejan aquí más allá de causar gastos.
De vuelta a casa recordé las dos imágenes y la escasa distancia física que las separaba. Una boda de las de siempre, con sus tradiciones y sus militares de gala de un lado y al otro la fiesta atronadora e informal por las calles. Convivencia, pensé. Cada cual a lo suyo con sus costumbres y gustos. Y todos tan amigos.
Porque hay sitio para todos. Los extremismos, progres o carcas, niegan al distinto y al vive y deja vivir. Y facilita que vivan en lo suyo sin querer cambiarlos. Enriquecen la vista tan variados gustos. Sólo sobran la imposición, la uniformidad y el mal gusto.
La cosa siguió por la tarde. La boda en Los Mártires según me contaron y en calle Molinos no paró la algarabía necesaria para un barrio que saca las uñas al ver que de Plaza Nueva para arriba ya todo se ha inevitablemente perdido.
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