Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Todo lo que era sagrado
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El sentido común, tantas veces esgrimido como argumento categórico, presenta sin embargo características especiales. Según el DRAE, aquél es “la capacidad de entender o juzgar de forma razonable”, como lo haría, añade el Larousse, la mayoría de las personas. Dicho de otro modo, estaríamos ante el conjunto de afirmaciones con las que los sujetos sensatos se mostrarían de acuerdo, calificándose de sensatos a aquéllos que poseen sentido común. Un concepto circular que poco nos aclara sobre su verdadero contenido.
A partir de aquí se multiplican los obstáculos. En realidad, no es un sentido, en el mismo plano que la vista o el olfato, sino que se trata más bien de una dirección o de una indicación. La filosofía aristotélico-tomista proclama que los sentidos externos se contraponen a los internos (el pensamiento, la memoria y la imaginación) y que el llamado sentido común reúne la información de unos y otros, pudiéndose así distinguir, arguye, lo verdadero de lo falso o lo bueno de lo malo.
Para mayor embrollo, tampoco es común. Sólo lo es dentro de un marco social determinado, de una cultura concreta. Bergson, esquivando mutaciones históricas, éticas o geográficas, lo reducía a “la facultad para orientarse en la vida práctica”, sin tener que concretarse de forma idéntica en todo tiempo o lugar. Pero es que tampoco, en una misma coyuntura y sistema de valores, es tan común como pudiera suponerse. Este pasado enero, la prestigiosa revista PNAS publicó un estudio, codirigido por Mark Whiting, en el que se concluía que las afirmaciones sobre la realidad física (del tenor “el sol saldrá mañana”) se compartían con mucha más frecuencia que las que se referían a cómo deberían ser las cosas y, en general, a cuestiones morales o políticas. La gente, además, suele estar de acuerdo con el prójimo que trata, aunque, a gran escala, la coincidencia va diluyéndose.
No siempre, tal vez casi nunca, ha mantenido un diálogo afable con la ciencia, ya que ésta ha ido alterando apreciaciones que se creían obvias (la redondez de la Tierra, por ejemplo). Y ahora se dibuja en el horizonte una hipótesis peligrosa: la de dotar de un supuesto sentido común a la IA.
Sin negar su vital importancia, yo lo concibo como un punto de partida que nos permite convivir y comunicarnos con los demás. Más allá de eso, acaso la totalidad del sentido común de cada individuo, para salud de la necesaria crítica, pueda y deba ser sólo suyo.
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