Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Me reconforta que mi querido sobrino Pepe se interese por la salud de mi alma y de mi cuerpo y también que me escriba cosas como esta: “Tito, quisiera, si no te importa, que fueras eterno”. “No sé, no sé…”, le digo. Porque no estoy muy seguro de cuál es el menú de eternidad que me ofrece Bergoglio, propulsor, según el filósofo italiano Diego Fusaro, de un cristianismo líquido, sometido al capitalismo y al consumismo global. Para él, este papa es el Gorbachov del cristianismo. El cielo del papa Ratzinger, el de las Escrituras, era más reconocible: todo vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: “Lo que ni el ojo vio ni el oído oyó ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Co 2, 9). Pero este opíparo menú tampoco tiene los platos que yo degustaría eternamente. Unamuno, que “quería ser de veras” en el más allá, no lo veía claro. Temía que, en el cielo de su época, al morir él, su gotica de existencia se fundiera, desapareciendo, con la existencia de Dios, y que en esa Gloria él no pintase nada. Fusaro, en una interesante entrevista que anda por la red, define lo que él entiende como ‘ateísmo líquido’ (el propulsado por la iglesia de Francisco), que no es el beligerante de los ateos de siempre. Hoy pocos niegan –y menos el papa– la existencia de Dios, pero se actúa como si Dios no existiera. Después de la pandemia, esta es la frase que más se oye en la calle: “Hay que disfrutar lo que se pueda, que eso es lo que te vas a llevar en el cuerpo”. Los que así hablan seguramente desconfían de que en el cielo sus cuerpos puedan disfrutar de cofradías, de carretas rocieras, con su paellera y su bombona de butano y su abuela cocinera, experta en freír patatas a lo pobre; de primeras comuniones, bautizos, bodas y funerales bien organizados, en una iglesia, con sus misereres y sus aguas benditas. Porque no se han creado ritos funerarios que mitiguen el dolor de los deudos del difunto tan eficaces como los de la Iglesia Católica. Desde luego, si en el cielo me voy a tener que sentar de nuevo en la mesa camilla con mi tita María, con sus rezos, sus trampas en el solitario, su brasero de picón y sus tapeticos de croché, ya te digo, queridísimo sobrino, que por mí, ese cielo me puede esperar sentado. Eternamente.
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