
Confabulario
Manuel Gregorio González
Política y literatura
La luz tenue de las velas brilla sobre los rostros arrugados de los ancianos. Cada surco reflejado, es una historia de fe y de años, de muchos años. En la iglesia, el silencio se impone a tanto gesto de nerviosismo, piedad y ruego. Un manto de respeto cubre a todos, desde los niños inquietos a los mayores absortos en sus oraciones. Jueves Santo. El aire se carga de una emoción contenida y un dolor sordo que resuena en el eco de los pasos sobre baldosas curtidas de tanto procesionar.
Una niña observa a su abuela. Las manos de la anciana, entrelazadas sobre su regazo, tiemblan ligeramente. En su rostro, una mezcla de tristeza y serena piedad. No entiende del todo las palabras del sacerdote, ni el significado exacto de la Pasión, pero siente la solemnidad del momento, la atmósfera de recogimiento que envuelve a la comunidad. Y el silencio. La profundidad y quietud de aquel silencio apenas roto por algún rezo.
Cuando la imagen del Cristo se alza, una oleada de sentimiento recorre la iglesia. Los mayores inclinan sus cabezas. Hay quien deja escapar un suspiro cargado de recuerdos, de promesas hechas y en ocasiones incumplidas. En los ojos de todos, lágrimas silenciosas, lágrimas de dolor por el sufrimiento ajeno, lágrimas que brotan de una profunda conexión espiritual, de una fe que, aunque se empeñen, hoy resiste los embates del tiempo.
Los jóvenes perciben la tristeza y la ternura en las miradas de padres y mayores. La nieta sigue acariciando suavemente la mano de su abuela. Un gesto pequeño, pero lleno de consuelo y admiración. En el abrigador contacto, una comprensión tácita, un lazo de amor que trasciende a gestos y palabras. Para sus mayores, momentos de profunda reflexión. Recuerdan otros Jueves Santos, seres queridos que no están, pruebas superadas con la ayuda de su fe. Una introducción a la trascendencia del sufrimiento y la importancia de la compasión.
La procesión del silencio, al caer la noche, es un río de sombras que avanza lentamente por calles empedradas. El único sonido, el pausado golpear de un tambor, marcando un ritmo lento y solemne. Los farolillos titilan luces temblorosas sobre rostros compungidos, iluminando lágrimas que ruedan por las mejillas. Al final, cuando la puerta de la iglesia se cierre, el silencio persistirá en el aire. Pero será distinto. Será un silencio cargado de sentimiento, de piedad compartida, de ternura en la contemplación del misterio. Y en ese silencio, cada corazón encontrará su espacio para la reflexión y, quizás, para una lágrima silenciosa que limpiará su alma.
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