Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Un hombre para la eternidad
He dejado de ver noticiarios de televisión. No aguanto el tono amarillo y cocinicas que los infecta; el chapoteo, full time, en la catástrofe de Valencia ni al coro de los tertulianos, golpeándose, como plañideras , contra el muro de la victoria de Trump, han colmado el vaso. El novelista Antonio Muñoz Molina, que tan bien conoce los EE.UU., antes de la victoria de Trump, afirmaba que el ambiente preelectoral era “indescriptible”, aunque luego, paradójicamente, lo describía a maravilla. El arabista Francisco Ruiz Girela me escribió que por diversos motivos no iba a entrar a comentar los sucesos del presente, pero, a continuación, paradójicamente, comentaba algunos con donaire. Renuncio, yo también, a describir el asco que me dan los becarios de los noticiarios cuando le meten a las víctimas los micros en la boca para que describan un dolor indescriptible, o las náuseas que me revuelven las entrañas cuando veo cómo una caterva de poderosos se acercan a Valencia a chupar rueda y a exhibir, ellos, insensibles a todo lo que no sea el poder y sus regalías, su desolación y solidaridad. La incursión de los reyes en Valencia me trajo a la mente unos versos del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, en los que trata al Amado –Cristo– como a un rey o al jefe de una tribu, de los de antes de la invención de la escritura. Cuando no existía la escritura ni sus soportes –pergaminos, tablillas de cera o papiros– la presencia del Rey, y su dictamen oral y directo, era imprescindible en tiempos de desolación, de gozo o de conflicto. Rey, sacerdote, juez, mago y curandero, a la vez. Escribe el poeta: “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura; /y, yéndolos mirando, / con sola su figura / vestidos los dejó de su hermosura”. La Casa Real debió de pensar que los mismos personajes que, a diario, derrochan, con gran éxito de crítica y público, glamour, lujo, protocolo, grandeur…, transportados al lodazal del horror, la muerte y la desesperación, con sola su figura, salvarían a los que habían perdido familiares, casas, enseres y el entrañable territorio de su infancia, las habitaciones en las que imaginaron un futuro dichoso, forjado con los mismos materiales de los que están hechos los sueños. Sus majestades no podrán lucir esta medalla en sus fastos. Paiporta se la negó.
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