La Rayuela
Lola Quero
Tierra de espías
Cada noche, el mismo sueño. Una casa de madera, rodeada de un jardín nevado. La nieve crujía bajo sus pies mientras se acercaba a la ventana. Tras el cristal, una llama danzaba en la chimenea, proyectando sombras erráticas sobre las paredes. Era el hogar de su infancia, un lugar donde la felicidad parecía eterna. Pero al cruzar el umbral, la casa se desvanecía, dejando tras de sí un vacío insondable. Despertaba con el corazón acelerado, la sensación de haber estado a punto de tocar algo importante y poco después, haberlo perdido.
Cada noche, el mismo sueño me arrastraba a una infancia que se desvaneció como la nieve bajo mis pies. La casa de madera, con sus ventanas iluminadas por la cálida luz de la chimenea, era un refugio seguro. Allí me sentía protegido del miedo y del mundo. Pero al cruzar el umbral, la casa se desintegraba, dejando tras de sí un vacío helado que me recordaba la pérdida de mi niñez. Y mis seres queridos, que ya se apartaron de aquel camino. Otra vez despertaba con el corazón encogido, ahogándome en mares de nostalgia, preguntándome si alguna vez volvería a encontrar un trozo de la paz perdida.
Cada noche, el mismo sueño. El aroma a madera humedecida y galletas recién horneadas me envolvía al cruzar el umbral de la casa de madera. Junto al fuego crepitante de la chimenea, mi abuela me leía cuentos de hadas, mi padre hojeaba la filosofía, la novena y Beethoven se esparcían por los rincones, y mi madre, en silencio, me envolvía en el arrullo suave de una nana. Pero al acercarme a tocarlos, se desvanecían en el aire, dejando tras de sí un vacío helado que recordaba las noches en que a todos los perdí. Y despertaba con el corazón encogido, ahogándome en mares de nostalgia, preguntándome si alguna vez volvería la vida a devolverme cobijo y calor.
En cambio, cada mañana, al despertar, la sensación de vacío me acompañaba como una sombra. Me preguntaba si volvería a sentir la calidez de sus abrazos, el sonido de sus risas, la testarudez de sus soliloquios. Me levanté. Me dirigí al equipo donde mi padre disfrutaba con Beethoven. Y comprendí que la música era mi refugio, un hilo que conectaba con el pasado y con aquellos a quienes amé. Y que, también tal vez, si me sumergía en la escritura, podría revivir aquellos momentos, inmortalizarlos en palabras, encontrar una forma de seguir adelante. Y hoy, casi diciembre de 2024, en la sombra de los días acordados, lo pude contar. Y sigo adelante.
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