Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Dónde están mis cuatro euros?
Gafas de cerca
La última vez que me disfracé lo hice por mis hijas, un verano de hará veinte años. La etiqueta en aquel evento era ir vestido de indio, y no de santón hindú o del dios Krishna, sino de comanche o Pocahontas. Aunque lo limitado de los arcones de una casa de veraneo, y más una alquilada, acabaran haciendo del vecino del otro lado de la linde y de mí dos conatos de hawaiano. Lo que se hace por un hijo... quizá la próxima ocasión en que me travista para una fiesta será cuando tenga nietos: lo que no se haga por un nieto... ¡digo yo! Si no hay más remedio que volver a incurrir en disfraz con causa, me gustaría que el código de vestimenta fuera la estética de Sergio Ramos en día de asuntos propios. Y que el evento tuviera lugar en una guardería de barrio; si es que nadie impide tal desatino. Aunque cuando se realizare lo de acceder yo a la condición de abuelo, el bravo Ramos ya habrá pasado de moda, si es que alguna vez el camero ha marcado tendencia vestido de paisano: está mejor de futbolista. En aquella fiesta infantil de collar de guirnaldas y pareo hecho falda, eran curiosamente las organizadoras –las madres de las criaturas– quienes iban ideales de la muerte. Los señores íbamos mortalitos, que se dice.
Hablando de disfrazarse mortalmente, y valga decir de muerto viviente, siento recordar a quienes abominan del gran éxito de la fiesta de Halloween que, como se dice con otras celebraciones anuales, “esto ya está aquí”, y líbreme Dios de comparar fiestas locales o nacionales que tienen algún que otro siglo con importaciones que irritan a los pretorianos de las esencias, que dicen pestes de Papá Noel y que, con criterio propio y perfecto derecho al desdén y a la sorna, escriben “jalogüín” en vez de Halloween, que mira que algunas de nuestras ocurrencias envejecen pronto y mal. Sea como sea, a mesié que lo busquen vestido de walking dead o de canina clásica, que ya adelanto que ni borracho de calimocho o de pipermín con kailuha me pillarán con las manos en la calabaza. Sigamos mejor a Carlos Santana, y dejemos a los niños jugar, dicho sea con todo respeto a la patria potestad y hasta a los turnos de la custodia compartida. Si los chavales quieren montarse su película gore-celta con otros de su edad, tampoco hagamos guerra, que no pasa nada y es divertido. Ya mismo estamos celebrando unas navidades infinitas que, ya arruinados y gorditos, terminan con unos Reyes Magos que son unos señores del lugar que han puesto una morterada para ello (las cabalgatas, por cierto, se celebran desde hace poco más de un siglo).
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